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La nueva política local o como la Generalitat nos propone recuperar a Max Weber y Franz Kafka

¿Nueva política o retorno a los clásicos Kafka y Weber? (Foto: Jaume Badosa)

Quim Brugué

De las muchas instituciones públicas sospechosas de mal funcionamiento y amenazadas de derribo, hay una de la que no se habla lo suficiente: los gobiernos locales. Los 947 ayuntamientos de Cataluña y los miles de electos locales están sufriendo una enorme campaña de descrédito y, a su amparo, un duro ataque a lo que han sido desde las primeras elecciones democráticas de 1979. Los anteproyectos de reforma de las leyes de gobiernos locales, tanto en Cataluña como en España, son la punta de lanza de esta ofensiva.

Defenderse de esta ofensiva no implica justificar las malas prácticas o la corrupción de algunos ayuntamientos. Nada más lejos de mi intención; al contrario, soy de los que considera que en estos casos habría que ser muy contundente, exigir dimisiones y, dado el caso, responsabilidades penales. Ahora bien, tampoco me parece aceptable un discurso que -convirtiendo el caso en categoría- niegue la indudable contribución que han hecho los ayuntamientos a la calidad de vida de la ciudadanía y al progreso de nuestros pueblos y ciudades. Después de 34 años de democracia local, los ayuntamientos han proveído servicios de proximidad, han profundizado la relación democrática entre gobierno y ciudadanía y han dado respuesta a profundas transformaciones sociales y económicas, mostrado flexibilidad y capacidad de innovación. Y todo ello lo han hecho siendo el nivel administrativo más débil y, sin embargo, el que ha generado menos endeudamiento.

Para conseguir estos resultados nuestros ayuntamientos no se han escondido detrás de la seguridad de las rutinas administrativas. No se han limitado a ejecutar, con más o menos eficiencia, decisiones tomadas por otros. No han usado el escudo de un marco competencial y financiero deficitario para acotar sus responsabilidades. Al contrario, han tomado decisiones y se han responsabilizado de lo que interesaba y afectaba a su comunidad, independientemente de si estaba o no previsto en las regulaciones. Lejos de la protección y la tranquilidad de las certezas administrativas, nuestros ayuntamientos han reivindicado y han ejercido la voluntad de hacer política y de incidir, intencionalmente, en el presente y el futuro de su comunidad.

Esta voluntad de hacer política es la que hoy está bajo sospecha y amenazada por todos aquellos que prefieren convertir nuestros ayuntamientos en operadores residuales de competencias mínimas. Aprovechándose de una coyuntura donde el descrédito de la política y los políticos es tan intenso, muchos de los responsables estatales y autonómicos se han dejado arrastrar por la deriva populista que les lleva a considerar que, sin política y sin políticos, los ayuntamientos funcionarán mejor. El argumento es tan falaz como sencillo: nos desharemos de un grupo de trepas y, además, ahorraremos. ¿Qué más podríamos pedir?

Estos días he podido leer las 82 páginas del anteproyecto de Ley de gobiernos locales de Cataluña y, desgraciadamente, comprobar cómo supura desconfianza y amenazas para sus 947 ayuntamientos. Tanto la declaración de intenciones que encontramos en el preámbulo, como en los objetivos fijados en el primer artículo, se hace patente la voluntad de colocar a los gobiernos locales una especie de cinturón de castidad, no sea que se animaran a vivir la vida. Se trata, al parecer, de anestesiar sus fuerzas para evitar cualquier iniciativa. Los ayuntamientos habrían sido una especie de irresponsables alocados a los que debemos controlar, aunque sea con una camisa de fuerza. Por ello, el anteproyecto de ley fija 5 objetivos: “clarificar funciones”, “asegurar la sostenibilidad financiera”, “simplificar las estructuras”, “mejorar la calidad de los servicios” y “definir el sistema de relaciones” entre los ayuntamientos y la Generalitat (artículo 1). Todo es “racionalizar” y “clarificar”, ya que, al parecer, los ayuntamientos han sido irracionales y se han excedido en sus funciones. Ya no es una sospecha, es una sentencia.

El anteproyecto, por otro lado, tiene claro cómo conducir los gobiernos locales hacia el camino de la salvación. La formula es simple: una vez castrados se volverán instituciones más dóciles y, de esta manera, se limitarán a hacer lo que nosotros les indiquemos. A ese nosotros -el Gobierno de la Generalitat- se le supone un cúmulo de virtudes, de racionalidad y de prudente sabiduría. Por eso este super-nosotros se reserva la facultad de indicar, controlar, evaluar y limitar las actuaciones de los alocados entes locales. El intrusismo y el tono de superioridad moral del texto es tal que incluso se han permitido introducir conceptos como reasignación: “Las competencias que las leyes atribuyen a los municipios (...) pueden ser objeto de reasignación” (artículo 18). Y no sólo se les indica qué deben hacer, sino también cómo y con qué instrumentos. Sólo algunos ejemplos:

  • “La Generalitat regulará los estándares de calidad de los servicios mínimos” (39.2)
  • “La Generalitat regulará por reglamento el procedimiento para la reasignación de los servicios” (40.2)
  • “La Generalitat establecerá reglamentariamente (...) los criterios y procedimientos de evaluación (46.2)
  • “Los municipios (...) deben elaborar y aprobar un programa de actuación municipal que incluirá en todo caso (...)” (49.1)

Parece que, para nuestros legisladores, ante la complejidad y la volatilidad del mundo actual, la mejor respuesta no se encuentra en potenciar la flexibilidad, el emprendimiento o la capacidad de innovación. La mejor respuesta, en cambio, la encuentran en un Max Weber ofuscado que, desde las atalayas de la administración autonómica, dicta y controla hasta los mínimos detalles. Este es el espíritu de un anteproyecto que no reconoce los conocimientos acumulados por los ayuntamientos, que les niega la capacidad de tomar decisiones, que olvida el papel de la ciudadanía y normativiza la voluntad de profundización democrática y que, en definitiva, utiliza el sonrisa populista de la despolitización para derribar uno de los ingredientes fundamentales de nuestra democracia. Si las sospechas y las amenazas que impregnan este anteproyecto progresan, muy pronto, para entender cómo funciona el Departamento de Gobernación de la Generalitat y como se relaciona con los ayuntamientos tendremos que recuperar una vieja lectura: El Castillo, de Franz Kafka.

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