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OPINIÓN | 'Pesimismo y capitalismo', por Enric González
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Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.

Revolución inminente y Ley de Murphy

Gabriel Rufián y Joan Tardà, de ERC.

Sebastián Martín

Recuerdo la estupefacción que sentí cuando supe que el anarquismo español, tan intransigente y beligerante con los nuevos mecanismos de conciliación entre capitalistas y trabajadores puestos en planta por la Segunda República, aceptó, ya en el exilio, diezmadas sus filas y asolada España por la dictadura de Franco, la restauración de la monarquía (en la testa, supongo, de “don Juan”) mediante la convocatoria de elecciones constituyentes. Quienes con la promesa de conquistar un paraíso de libertad y autonomía social situado a la vuelta de la esquina habían llevado a su grado máximo el conflicto contra un Estado que se proponía, entre sus prioridades fundamentales, la emancipación política de los trabajadores, terminaron aviniéndose a unos mínimos conservadores para cuya consecución carecían ya de toda fuerza colectiva.

Este recuerdo, con su correspondiente enseñanza, me lo ha traído a la mente la lectura del último artículo de mi admirado amigo Albert Noguera, caracterizado, como todos los suyos, por una rara potencia constructiva y analítica… que corre, sin embargo, el riesgo de convertirse en un ejercicio de maniqueísmo apodíctico y dogmático. Baste para comprobarlo con reparar en la mayor debilidad de su argumentación, localizada en el punto en que establece una relación de causalidad proporcional entre el nivel de ingobernabilidad general alcanzado en el Estado y la posibilidad de cumplir con las expectativas de celebrar un referéndum de autodeterminación en Catalunya.

Sostiene así que el único modo que tiene “el movimiento independentista” de conseguir que se produzca “algún movimiento de fichas en favor del referéndum” es apostar por lo que llama “la dialéctica de las ingobernabilidades”, sumando a la protesta social la “incapacidad del poder” para dotarse de órganos con los que canalizar la voluntad estatal. En este contexto, el dilema que atenaza a ERC consistiría en apoyar el Gobierno de coalición de Sánchez a costa del “cierre temporal del conflicto catalán y la restauración del régimen”, o bien en negarle el apoyo con el fin de reactivar “el conflicto catalán” y “agudizar la crisis de régimen”, en la esperanza de que una intervención internacional, o la presión de la dirigencia económica, obliguen a la realización de la consulta.

Virtud de todo análisis de situación ha de ser la ponderación exacta de las fuerzas en presencia. En general, esta exigencia obliga a presumir una respuesta autoritaria por parte de las instancias europeas o de las élites empresariales ante una exacerbación del conflicto. En lo que respecta a la concreta problemática catalana, significa además incorporar al análisis la desembocadura final del referéndum celebrado el 1 de octubre de 2017 y de la momentánea declaración ulterior de independencia. El carácter puramente simbólico que ambos actos acabaron teniendo -carácter, por tanto, insuficiente para servir de base a una nueva legalidad-, no lo proporcionaron ni la amenaza del 155 ni la posibilidad de la represión, sino la ausencia total de respaldo cívico y de reconocimiento internacional a la institucionalidad que de los mismos cabía derivar. Los Estados con mínima capacidad de decisión mantuvieron un elocuente silencio, y ante la primera reacción gubernamental, el Parc de la Ciutadella se vació. No solo se hizo patente en ese momento que era imposible “constituir la República catalana contra el 50% de la población”, por utilizar las expresiones de Joan Tardà y Gabriel Rufián. Se puso entonces también de relieve que el otro presunto 50% de la población que desearía tal República no estaba dispuesto a ningún autosacrificio grave para conseguirla; una preferencia por la seguridad que constituye el desmentido más delator acerca del hipotético carácter opresivo o totalitario del engranaje estatal en el que la actual Comunidad Autónoma se inserta.

Atributo de todo análisis de situación ha de ser asimismo el pulso de las tendencias latentes. Y una de ellas, de la que se ha tenido reciente corroboración empírica, señala que la intensificación de “la conflictividad”, sin aumentar la base social del independentismo, incrementa considerablemente la del neofranquismo, cuya receta para solventar el problema catalán sabemos que es la suspensión permanente de la autonomía, la aplicación de la Ley de Seguridad Nacional y la ilegalización de los partidos independentistas. Aun sin quererse conferir credibilidad a esta serie de propuestas, por suponer dificultosa la reforma constitucional que exigen y descartar que se puedan aplicar mediante atajos de hecho, parece evidente que la agudización del conflicto extiende su verosimilitud y su respaldo en sociedad.

La tesis de partida del artículo desconoce, por tanto, la inexorabilidad de una ley tan imaginaria e implacable como la de Murphy: “todo lo malo es susceptible de empeorar”. Su regularidad histórica es desde luego superior que la de aquella otra de raigambre anarquista, que conforma su opuesto, a tenor de la cual “cuanto peor (vayan las cosas), mejor (para mejorar)”. Según el dictado de Murphy, la agravación del conflicto catalán por contribuir ERC a la ingobernabilidad del Estado habría de saldarse, no con mayores oportunidades para un referéndum pactado, sino con unos nuevos comicios -cuya inevitabilidad reconoce el propio autor- de los que saldría un gobierno de coalición entre el PP y un Vox todavía más revigorizado.

Para corregir la pendiente actual, con probable desenlace desastroso para las fuerzas progresistas e independentistas, no es aconsejable apostar por una mayor polarización que haga todavía más antipáticas las reivindicaciones de autodeterminación en el resto del país, ensanchando el campo a sus peores enemigos. Parece más sensato explorar caminos que, en el resto del Estado, siembren simpatías por el pluralismo, promuevan actitudes de reconocimiento de nuestra plurinacionalidad, generen mayor comprensión colectiva hacia un escenario eventual de secesión legítima o -salida mejor en mi opinión- favorezcan la revisión constituyente del Estado en sentido confederal. Y para todo eso acaso ayude más contribuir a la gobernación del país que empeñarse en sabotearla con la vana y masoquista esperanza de culminar la revolución de la independencia.

De proceder de este modo, ERC no estaría contribuyendo a “restaurar” ningún “régimen”, sino propiciando la aglutinación de fuerzas capaces de reformarlo en un sentido progresista, ni tampoco estaría cancelando el conflicto catalán, sino situándolo en una perspectiva de más largo plazo ante la constatación realista del fracaso sufrido por la vía de la separación unilateral.

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