Enciende mi recuerdo
La primera vez que escuché a The Doors fue en un avión habilitado como discoteca en el Valle del Tiétar, cerca del pueblo donde nacieron mis abuelos y donde yo veraneaba por aquel entonces.
Jim Morrison llevaba muerto diez años, pero la mitología quiso que su leyenda corriese de boca en boca; el Rey Lagarto, el poeta provocador, el rockero rebelde y todos esos atributos que resultaban tan atractivos para un quinceañero como yo que, en plena canícula, se ajustaba unos pantalones de cuero y se ponía el fular al cuello para entrar en un avión plantado en un campo de cebollas, dispuesto a bailar el In a gadda da vida de los Iron Butterfly hasta la extenuación.
Ahora recuerdo estas cosas con la inocencia casi intacta. La memoria me devuelve a aquellos tiempos de porro y rosas gracias al libro del guitarrista Robby Krieger que repasa su vida junto a The Doors, el grupo que descubrí una noche de verano, cuando las espinillas delataban lo a mano que quedaba el pecado, y mis amigos y yo entrábamos en aquel avión con la fecha falsificada en la fotocopia de los carneles. El libro de Robby Krieger se titula Set the night on fire y ha sido publicado en castellano por Alianza. En uno de sus capítulos, Robby Krieger desvela por qué los adictos a la jeringuilla dejan su rastro de sangre por allí por donde pasan.
Resulta que cada vez que te pinchas —asegura Robby— extraes un poco de sangre para comprobar que has dado con una vena. Y las gotas acaban en el techo, en las paredes, suelos, y en todo lugar que se ponga a tiro. Robby acabó enganchado, como también acabó Hendrix, con el que se encontró en el avión que iba a la Isla de Wight para dar su concierto memorable. Agosto de 1970. Junto a The Doors y Jimi Hendrix, se anunciaban The Who, Joni Mitchell, Supertramp, Leonard Cohen, Joan Baez, Chicago, Procol Harum, Miles Davis y una montonera de grandes artistas.
Diez años después, la heroína había traspasado las fronteras de la sociedad del espectáculo y llegaba a los rincones más improbables. El suelo español acabaría sembrado de jeringuillas. Muchos de aquellos amigos con los que iba a bailar el Light my fire de The Doors acabaron sus días a los pies del caballo. Emular a nuestros ídolos no sólo en la pose, sino en velocidad que marca la sangre en el macarrón picado de las venas fue lo más parecido a huir hacia adelante cuando por delante asoma el abismo.
A mis quince años, aquel avión era la única posibilidad que tenía de salir al extranjero y de pasar la noche reencarnado en Jim Morrison, el Rey Lagarto, el poeta rebelde que sabía que iba a ser el tercero en morir, después de Hendrix y de Janis Joplin. Por eso, al fallecer esta, a Morrison le dejó de preocupar el dinero y el futuro.
Leo el libro de Robby Krieger con el sabor del verano en la boca, recordando aquellos tiempos en los que vivía el presente igual que si viviera la eternidad, con mi pantalón de cuero ajustado y mi fular al cuello, recibiendo el primer sol de la mañana tumbado sobre un campo de cebollas que con el tiempo acabaría sembrado de jeringuillas.
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