Dos dudas (relevantes) y cuatro certidumbres (razonables) sobre la operación en la Diputación de Valencia
Una estructura que funcionaba por libre y que tenía una historia negra, la antigua empresa pública Imelsa, rebautizada como Divalterra, ha sido el centro de la operación Alquería, que llevó a detener hace unos días durante 24 horas al presidente de la Diputación de Valencia, el socialista Jorge Rodríguez, a tres de sus asesores y a los dos cogerentes de la sociedad.
La contundente actuación policial ha llevado a la destitución de un dirigente del PSPV-PSOE con buenas credenciales y una mayoría absoluta en Ontinyent, la ciudad de la que es alcalde. También ha obligado a los socialistas a suspender a dos de los implicados, militantes suyos, y a Compromís a hacer lo mismo con otra detenida. Y ha puesto a los partidos de izquierda, en el gobierno de la Diputación, ante la necesidad de replantear seriamente la gestión de la institución.
El nuevo escándalo de corrupción, que esta vez afecta a la izquierda valenciana después de tantos años de lucha contra la avalancha de casos que implican al PP, plantea algunas dudas relevantes, pero conduce también a algunas certidumbres tan tristes como razonables.
Primera duda: ¿Ha sido desproporcionada la actuación de la policía?
Los registros en la Diputación y el Ayuntamiento de Ontinyent, o mejor dicho, en el Ayuntamiento de Ontinyent y la Diputación, si nos atenemos a su duración y meticulosidad, han sido llevados a cabo por la UDEF de la policía nacional por orden del titular del Juzgado de Instrucción número 9, de Valencia, Miguel Ángel Casañ. Sin embargo, las detenciones se produjeron por decisión de la propia policía. No es lo mismo registrar unas dependencias oficiales en presencia, como es preceptivo, del investigado en una causa que hacerle pasar la noche en los calabozos para salir en libertad al día siguiente tras comparecer ante el juez.
Segunda duda: ¿Se limita la investigación a los contratos de alta dirección en la empresa Divalterra?
Algunas de las voces que han hablado de lo desproporcionado de la operación -como el principal imputado, Jorge Rodríguez, en sus declaraciones nada más ser puesto en libertad- se basan en que las imputaciones de prevaricación y malversación por la creación en Divalterra, pese a informes en contra, de siete contratos de alta dirección, no justifican tanta contundencia. Sin embargo, la causa permanece bajo secreto. Y eso impide conocer fehacientemente el alcance real de lo que se investiga.
Primera certidumbre: La oposición había denunciado el caso
Las presuntas irregularidades que han dado pie a la actuación judicial fueron denunciadas inicialmente por el PP, a quien le archivó el asunto el ministerio público, lo que llevó a una persona de la empresa afectada a trasladarlas al juzgado, con lo que consiguió que se abrieran diligencias. Y hace unos meses fue Ciudadanos el que apeló a la Fiscalía Anticorrupción, lo que parece haber precipitado la operación policial. Son los partidos de la oposición en la Corporación provincial, en papeles cambiados respecto a otros escándalos en lo que atañe al PP, los que han recurrido a los tribunales, pero además han criticado reiteradamente en público lo que ocurría en Divalterra.
Segunda certidumbre: Se aprobaron contratos de alta dirección pese a informes que advertían de responsabilidades penales.
La decisión de mantener los contratos de alta dirección, sin concurrencia pública, para puestos que antes eran solo jefaturas en la empresa Divalterra, se tomó en base al informe favorable de uno de los detenidos, Jorge Cuerda, colocado por el presidente Jorge Rodríguez como letrado asesor, pese a que varios informes externos advirtieron de que se incurría en una posible responsabilidad penal. En eso se basa la imputación de prevaricación. En los sueldos pagados a cuenta de esos contratos, de 50.000 a 70.000 euros brutos anuales, se sustenta, por otra parte, la imputación de malversación.
Tercera certidumbre: Los contratos cuestionados fueron a parar a enchufados de los partidos
La argumentación para los contratos de alta dirección fue la necesidad de que Divalterra pudiera fichar a personas preparadas para la gestión de la empresa, de unos 700 empleados, en su mayoria brigadistas forestales. Pero la falta de concurrencia y las personas que ocuparon los puestos delatan que se trataba de colocar a enchufados. Por más que aleguen lo contrario algunos responsables de la Diputación, esgrimiendo los currículos de los afectados, no es causal que se fichara a los alcaldes socialistas de Alquería de la Comtessa y Rocafort y a un dirigente comarcal del PSPV-PSOE en la Hoya de Buñol, o al exsecretario de Organización del Bloc y concejal de Compromís en Silla.
Cuarta certidumbre: Fue un inmenso error mantener en funcionamiento una empresa tóxica, diseñada en clave clientelar y corroída por la corrupción
Divalterra, la antigua Imelsa, no es un instrumento cualquiera. Es una empresa tóxica. Durante la etapa de Alfonso Rus como presidente de la Diputación y del PP como partido hegemónico, en ella se convirtió Marcos Benavent en el “yonqui del dinero”. En Imelsa se superaron todos los vicios que hacen de las diputaciones unas instituciones a extinguir. Por allí camparon el soborno, el cobro de mordidas y otras joyas del muestrario de la corrupción. Y el escándalo acabó salpicando al PP de la ciudad de Valencia en el caso Taula. Su originario sesgo clientelar derivó hacia la pura y simple delincuencia. Para la izquierda, al llegar al poder, mantener un artefacto así, en cuyo interior parecen normales cosas que no lo son, más que un riesgo, implicaba un suicidio. Era cuestión de tiempo y de relajación.