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El traidor: cómo la Cosa Nostra cayó a manos de uno de los suyos

Pierfrancesco Favino protagoniza 'El traidor'.

Alberto Corona

¿Por qué nos gustan tanto las películas de mafiosos? ¿Por qué un número sorprendentemente amplio de obras clave en la historia del cine se encuadran en este subgénero? Puede que, más allá de su valor estético, más allá de la suerte que ha tenido este tipo de cine de contar a los mejores intérpretes y directores entre sus filas, se deba todo a una cuestión moral. Al hecho de que, en la mayor parte de estas producciones, conocemos a personajes que se rigen por códigos muy específicos.

Existe un atractivo primordial ahí. Los protagonistas de hitos como Scarface, el terror del hampa (1932), El Padrino (1972) o Uno de los nuestros (1990) viven en la misma sociedad que nosotros y han sufrido sus mismas injusticias pero, a diferencia de su público, han tenido el valor de dar un paso adelante y modular un sistema propio. Uno que, basado en la jerarquía y en diversos códigos de honor, se antoja como la alternativa más valiosa (y, obviamente, lucrativa) a un mundo deshumanizado que ha perdido el rumbo.

Esta es, por tanto, la mentira que se cuentan todos estos personajes, y durante décadas ha sido responsabilidad del cine desmantelarla. Los Corleone de El Padrino se pasaron tres películas diciendo que “no era personal, sólo negocios” mientras asesinaban padres, hermanos y esposas, del mismo modo que el histriónico (y, por tanto, más certero) Tony Montana de Al Pacino hacía pasar todos sus crímenes monstruosos por productos de una férrea honestidad.

El traidor, la nueva y formidable película de Marco Bellocchio, está protagonizada por un gángster que durante toda su vida se ha guiado por los principios de la Cosa Nostra. Principios lógicos, teóricamente encomiables, que han apuntalado su personalidad y su forma de estar en el mundo. Sin su pertenencia a la Cosa Nostra, Tomasso Buscetta no tendría ni idea de quién es. Por eso es tan potente, a efectos dramáticos, que se pase toda la película intentando destruirla.

Durante el metraje de El traidor, Buscetta —interpretado por Pierfrancesco Favino, galardonado en el Festival de Sevilla a Mejor Actor— insiste en que no está traicionando a la Cosa Nostra. Que su acuerdo con el juez Giovanni Falcone (Fausto Russo Alesi) no responde sólo a un interés desesperado por salvar su vida, o a un hipotético arrepentimiento, sino a una profunda indignación. La que motiva ver cómo aquello en lo que siempre creyó se ha sido desvirtuado.

Para Buscetta, los traidores son los actuales líderes de su clan, y por eso no le temblará el pulso a la hora de ponerse en manos de la justicia y hacer posible el MaxiProceso que, en los 80, condujo al encarcelamiento de casi 350 miembros de la mafia. Su lealtad, ahora, estaba con Falcone, y su firme propósito era limpiar la podredumbre que había convertido la Cosa Nostra en un grupo de criminales que habían dado la espalda a sus principios. A esos principios que los distinguían del resto.

Nada había motivado más a esta decisión, claro, que el asesinato de dos hijos suyos y muchos otros parientes por orden de Totò Riina (Nicola Cali), jefe de los Corleonesi. Porque en la mafia todo es personal, y querer hacerlo pasar por otra cosa es una más de las mentiras que sus miembros se cuentan a sí mismos. Constantemente. A lo largo de años y años de cine vibrante, incómodo, magnífico.

El (auto)engaño como institución

Es de lo más curioso que, el mismo año que El traidor y con muy pocos días de diferencia, Martin Scorsese haya estrenado El irlandés. Tanto su película como la de Marco Bellocchio suponen cumbres absolutas del drama criminal pero, también, comparten un propósito común por deconstruirlo. Por encontrar su hueco en una prestigiosa tradición cinematográfica para releerla y emitir un contundente juicio moral, al tiempo que explora la historia de una nación absorbida por el crimen organizado.

Las formas, de un film a otro, varían de forma significativa. El traidor es mucho más sórdida, más espectacular, y los estallidos de violencia son rodados por Bellocchio con una creatividad despiadada. Si bien, y aquí está lo interesante, ninguno de estos estallidos alcanza la fuerza de los procesos judiciales en los que se ve envuelto el protagonista.

Mientras Buscetta dice que no es un “arrepentido” ni mucho menos, sus excompañeros le insultan desde la celda, y exigen un careo en el que se podrán defender personalmente. Es a partir de estos diálogos donde el guión —firmado por el propio Bellocchio en compañía de Valia Santella, Ludovica Rampoldi y Francesco Piccolo— evidencia de un modo más acentuado todas las imposturas que los han conducido a este escenario.

Una posible cumbre de este largo juicio —pues, antes que un drama mafioso, El traidor es un extenuante thriller judicial— encuentra a Buscetta limitándose a decir la palabra “hipócrita” ante las múltiples excusas que Pippo Calò (Fabrizio Ferracane) le dirige al juez. Cada vez en un tono más estentóreo, más desbordado en amargura. Más consciente de que no están hablando de opiniones distintas sobre cómo gestionar la Cosa Nostra, sino de cómo lidiar con el dolor.

Los personajes de El traidor asisten al derrumbe de todos sus esquemas. De todas esas mentiras que se contaron a sí mismos para delinquir y asesinar mientras se convencían de que era lo justo. Bellocchio complementa este descubrimiento con el de todo un país que, durante los primeros compases del juicio, se echa a las calles en defensa de los gángsters. Y, quizá, da un toque de atención sobre esa fascinación colectiva que ha hecho del cine de mafiosos algo tan relevante en la cultura pop.

Pero El traidor, que se ha estrenado en varios festivales europeos entre aplausos prácticamente unánimes, no sólo destaca por su labor de responsabilidad histórica (o incluso cinéfila). También lo hace a la hora de manufacturar la psicología de su protagonista, este Tomasso Buscetta que a principios de los 90 llegó a acusar de lazos con la mafia a políticos como Giulio Andreotti. Se ayuda de la mayúscula interpretación de Favino, pero eso no es todo.

En torno a Buscetta, como antihéroe esencial, como ególatra superado por las circunstancias, Bellocchio traza un retrato inmisericorde donde desfilan tantos y tantos iconos del cine gangsteril asistiendo a un agresivo cuestionamiento. Ni siquiera la lealtad que le inspira la figura del juez Falcone, y su empeño por colaborar con la justicia, permanecerán íntegras una vez acabe El traidor.

La película de Marco Bellocchio defiende el fin de todos los engaños, una vez estos se han integrado tanto en la sociedad que han podido disfrazarse de moral. Llegados a este punto también defiende que el único modo de hacerle frente es, precisamente, con la traición. Una conclusión difícil de asimilar que El traidor retrata en toda su crudeza, horror, y valentía.

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