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Manual de supervivencia para una Europa herida
El pasado 26 de marzo, Wopke Hoekstra, ministro de Finanzas de Países Bajos, sugirió a la Comisión Europea que investigase por qué España e Italia no tenían, según él, “margen presupuestario suficiente” para hacer frente a la crisis de la Covid-19 después de años de crecimiento. El primer ministro portugués António Costa respondió a esta provocación calificando las declaraciones de “repugnantes”. Aquel día, los presidentes español e italiano se habían plantado en la reunión del Consejo Europeo, exigiendo una respuesta común a la pandemia. Estas semanas hemos vuelto a preguntarnos –como ya hicimos en 2008 y en 2012, y en 2015– dónde queda la solidaridad europea, al tiempo que pedimos empatía y compromiso con los países más afectados. Pero la Unión Europea ya está herida: cada vez son más quienes pensamos que Europa no está haciendo lo suficiente.
En medio de la sucesión vertiginosa de acontecimientos en la que estamos sumidos desde hace semanas, a nadie le sorprende que acudamos a la Unión pidiendo más flexibilidad económica, instrumentos de financiación o la emisión de los ya famosos coronabonos. Porque es de sobra conocido que la Unión Europea es una Unión económica. Lo ha sido desde su fundación y hoy vuelve a estar al descubierto. Hace una década asistimos a una crisis que se cebó con las mayorías sociales de los países del sur, dejando cicatrices todavía hoy abiertas.
Las finanzas se han enriquecido con las crisis que han sufrido nuestros pueblos. Más allá del secuestro de nuestras instituciones por parte del sector financiero, lo que se ha producido es un enriquecimiento sistemático de ciertos sectores económicos que son, a su vez, el principal músculo de los Gobiernos del norte. Ahora bien, la brecha entre la Europa del norte y la del sur no se manifiesta únicamente en la forma de entender la economía, sino en la visión y en el compromiso que tienen con la esencia del proyecto europeo.
De tal forma, estas diferencias entre estados miembros han cristalizado en muchas de las políticas de la UE. Por un lado, la (no) política migratoria de la UE, tomando como ejemplos el acuerdo de la vergüenza con Turquía (que desde 2016 hace de carcelero de quienes intentan alcanzar suelo europeo huyendo de zonas de conflictos) o el bloqueo de la reforma del Convenio de Dublín para solicitantes de asilo. En segundo lugar, la exigencia de recortes del gasto público que ha provocado la devaluación de salarios, los recortes en sanidad, educación y pensiones y que nos han sumido en un estado de precariedad institucionalizada que nos debilita ante retos globales como está demostrando la pandemia. En tercer lugar, el desinterés –más que intencionado– de la Unión en la armonización fiscal, la lucha contra el fraude y la evasión fiscal dentro del propio espacio europeo, profundizando en la competencia entre Estados miembros.
No es la Unión Europea la que está dando la espalda a España e Italia, sino el modelo que miembros como Alemania, Países Bajos y Austria pretenden imponer como si fuese el único posible, esperando que aceptemos sus condiciones. Por eso, ahora cobra más sentido que nunca un proyecto basado en el trabajo común para hacer frente a retos comunes, y que entienda la solidaridad como guía del mismo y no como una limosna. Nos necesitamos para enfrentar todo lo que amenaza la dignidad de nuestras vidas. Hoy es la enfermedad de la Covid-19, pero también lo es el cambio climático, lo son los fondos buitre que hacen negocio con nuestros hogares y las eléctricas que especulan con los precios que pagamos por la luz. Porque si se trata de que la UE ofrezca seguridad, certezas y proteja a sus pueblos, ¿qué genera más inseguridad que no poder pagar el alquiler, encadenar trabajos temporales o esperar durante meses una cita en un hospital público?
Si algo ha conseguido esta emergencia es poner de manifiesto que aquello que mantiene la vida son los y las trabajadoras de la sanidad, de la Administración, del transporte, de la alimentación, del sector primario y del conjunto del sistema de cuidados. De quienes nos dan de comer, de quienes nos curan y de quienes nos cuidan. Mientras, la UE se muestra escandalosamente alejada de la realidad: frente al consenso de que lo público y lo común está haciendo frente a esta pandemia, las medidas que proponen siguen pasando por productos financieros en parte privados, por mercados secundarios y por programas de crédito. El recién anunciado programa para el desempleo (basado en préstamos) y la “iniciativa de inversión en respuesta al coronavirus” no dejan de ser parches en mitad de una situación de alarma sanitaria y socioeconómica.
La Covid-19 ha dejado al descubierto las costuras de la Unión Europea. Si bien algunas de las iniciativas parecen dar oxígeno a los estados, no podemos olvidar que todas las instituciones europeas insisten una y otra vez en que se trata de medidas coyunturales y de carácter temporal. Es decir, que una vez pase la tormenta, la estabilidad presupuestaria volverá a ser el lema de la Unión. Tenemos el deber de recordar que las políticas y las decisiones a las que plantean volver son las mismas que han servido de caldo de cultivo para movimientos xenófobos, misóginos y reaccionarios, que han llevado a la suspensión de facto de la democracia en Hungría. Ya sea por responsabilidad o por convicción de que otra Europa es posible, no podemos seguir apostando por más de lo mismo. Necesitamos garantizar la seguridad de nuestros pueblos, sus condiciones vitales, los servicios públicos, el estado de bienestar, el empleo, y para eso necesitamos instrumentos reales, que construyan un compromiso compartido de luchar juntos en momentos difíciles. En este sentido, repartir los esfuerzos que nos exige la situación de alarma a través de los eurobonos es imprescindible.
Tras haber sufrido las peores consecuencias de las crisis europeas, los países del sur afirmamos que la Unión Europea es tan nuestra como suya, y que no vamos a limitarnos a aceptar las condiciones que desde el norte nos ofrezcan. Tampoco podemos caer en una dicotomía vacía entre norte y sur sin reconocer que Luxemburgo, Bélgica o Irlanda están de nuestro lado a la hora de pedir respuestas conjuntas y que cada vez hay más voces de la izquierda alemana y holandesa que reclaman solidaridad europea. No hay que obviar que en el frente del norte se encuentran los países más ricos de la UE, ni que este hecho define su comportamiento con sus socios europeos. Es hora de preguntar a los gobiernos de Alemania, Países Bajos, Austria y Finlandia si creen que, individualmente fuera del marco de la Unión, podrían afrontar mejor sus relaciones políticas, económicas y sociales en un mundo cada vez más complejo. ¿Acaso 'dejar caer' a los países más vulnerables económica y socialmente no pone en riesgo la supervivencia de la zona Euro?
Experiencias como la que estamos viviendo demuestran que lo común y lo público son la única respuesta frente al “sálvese quien pueda”. Si no eligen barbarie, deben aceptar cambios. Y es que todas aquellas fuerzas que entendemos la Unión Europea como una unión de sus pueblos y al servicio de las personas, tenemos el mismo derecho a establecer prioridades y decidir, al fin y al cabo, su razón de ser.
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