Y el Music Legends se hunde en tierras pantanosas y bluseras
Mientras medio mundo miraba atónito este sábado al devenir de la rebelión (ya sofocada) de los mercenarios del batallón Wagner contra Putin, el BBK Music Legends Fest giraba su cabeza hacia Estados Unidos. Es una cuestión de actitud. Y de raíces. Y eso que el día había empezado con mal pie para la parroquia de este festival de leyendas de la música al conocerse de madrugada que los Canned Heat se habían caído a última hora del cartel de la sexta edición. La organización apeló de manera lacónica a “problemas logísticos imprevistos de última hora de la banda ajenos” a los promotores del festival. Y punto.
No hubo tiempo ni para llorar la ausencia de los angelinos porque el blues, el rock y el R’n’B se adueñaron desde primera hora de la tarde de los escenarios sin dar oportunidad alguna al lamento. ¡Total para qué, si son cuatro días! Y para cuando la primera actuación del doblete que hizo este sábado Luke Winslow-King tocaba a su fin para dar paso a la banda de Mike Scott, todo el mundo había disfrutado tanto de los ambientes pantanosos del Delta del Missisippi y del blues con raíces y bottleneck de cristal en los dedos que la ausencia de Canned Heat era solo un mal recuerdo. Un mal viaje de los hippies de Woodstock en el siglo XXI.
Mike Scott, líder de The Waterboys, tuvo la deferencia de arrancar su actuación con un guiño a los Canned Heat al interpretar un clásico de su repertorio como el Let’s Work Together. ¡Y ya! A partir de ahí, los escoceses tomaron por derecho propio el escenario y ofrecieron una actuación potente, sólida, diferente, sin las reminiscencias celtas que han jalonado la historia musical de los de Scott. La ausencia del violinista Steve Wickham es la explicación. ¿Supuso esa ausencia un paso atrás? Si atendemos a la reacción del público, la respuesta es claramente negativa. Hombre, todo el mundo echó de menos la magia del violín en la tarareada Fisherman’s Blues, pero ahí entró de lleno una de las novedades de estos Waterboys; la presencia de dos teclados con personalidades diametralmente opuestas. Un incandescente teclista “the wild thing, from Memphis Tennessee” que nos recordó físicamente, gorra negra y pelo algodonoso alborotado, al cantante de Scorpions. Frente a él, un gentleman londinense con un elegante sombrero marrón, que terminó también por contagiarse de su alter ego y lanzarse a aporrear el teclado con el pie y con el trasero. Un Yamaha en el rincón derecho, un Hammond en el izquierdo. Aquello se asemejó por momentos a un duelo bajo el sol -que este sábado seguía martilleando de lo lindo- en OK Corral. De nuevo, la magia y las raíces americanas, pero en esta ocasión con una potencia rockera inusitada. ¡Si Jerrry Lee Lewis levantara la cabeza, habría pedido subirse al escenario a hacer un cameo, por Dios!
Pero a las 19:50 exactamente Mike Scott se calzó la acústica -después de haber tocado la guitarra eléctrica con fiereza y tras pasar a un segundo plano en el fondo del escenario para darle también al teclado- y aparecieron los Waterboys más folkies. Temas clásicos como This is The Sea, el mencionado Blues del Pescador, The Whole of the Moon… Fue un espejismo. La intro de Because the Night, a las 20:12 exactamente, devolvió el concierto a su estado más rockero en el tema The Pan Within. Una gozada. Y solo con la sentida interpretación de la bellísima In my Time on Earth -y tras haber roto la cuerda de su acústica- Mike Scott devolvió la calma al Bilbao Arena. Surgió de repente uno, y luego varios más, una ristra de mecheros en las primeras filas. Y los escoceses se desvanecieron.
La América revisitada de Isaak
Chris Isaak lleva toda la vida en la carretera. Aún recuerda con nitidez -lo hizo este sábado sobre el escenario bilbaino- aquellos bolos en pequeños bares de su California natal (nació en Stockton, en 1956). Así que este lunes, el actor, compositor, cantante y todo lo demás, cumplirá 67 años. Y tras tantas décadas a sus espaldas, su garganta no ha dejado de brillar en ningún momento. Algodonosa, limpia, sensual, celestial, como salida de un coro de la Iglesia de los Santos de los Últimos Días (esos que nadie quiere que lleguen). Y cada vez canta mejor. Un registro de voz que brilla tanto como ese traje imposible de espejos diminutos que se calza al final de todos los conciertos, y que este sábado le pesó mucho más por el calor que seguía apretando de lo lindo en la capital del mundo.
De hecho, Isaak ya salió sudando al escenario -admitió en inglés haberse confundido con el traje elegido para la actuación-, pero le dio igual porque al tercer tema (Waiting) decidió darse un baño (nunca mejor dicho) de multitudes y recorrió el Bilbao Arena de punta a punta, ante la explosión de jubiló de un público que le esperaba con los brazos abiertos. Mientras, desde el escenario, una banda compacta (algunos como el batería llevan 40 años con el californiano) arropaba esa voz angelical, melosa y aterciopelada hasta el paroxismo, Para cuando regresó a las alturas estaba completamente empapado y las gotas de sudor le resbalan por toda la cara hasta caer en el traje negro que se fue calando, como la impoluta camisa blanca, a lo largo de la casi hora y media que duró el concierto.
Escuchar a Isaak es rememorar mil bandas sonoras de películas que muestran la América torturada: Amor a Quemarropa de Tony Scott, la saga interminable de David Lynch (Corazón Salvaje, Terciopelo Azul, Twin Peaks…), el tema del agente secreto James Bond, el Eyes Wide Shut del director más perfeccionista del celuloide, Stanley Kubrick. Y así va desgranando en sus conciertos clásicos como Wicked Game, Two Hearts, Baby Did a Bad Bad Thing, Pretty Woman…. Todo un homenaje a la América a la que pusieron voz y lamentos a partes iguales mucho antes que él talentosos artistas como Roy Orbison (Only the Lonely), Elvis Presley (¡cómo sonó en el set acústico que se marcó el californiano con su banda el Can’t Help Falling in Love!) o el mismísimo Johnny Cash.
No hay trampa ni cartón ni artificio en las actuaciones de Isaak. Si acaso esta vez nos sorprendió con el I+D de esas coreografías de la banda (estilo ZZ Top, es mucho decir, ya) que divirtieron tanto al público como a los que las desplegaron en el escenario: el bajista Rowland Salley y el guitarrista Hershel Yatovitz. El baterista Kenney Dale Johnson, con pinta de mafioso italoamericano, y el teclista hicieron el resto. Todos ellos parecen eternos. Por muchos años. Aunque como nos recuerda la canción de Flaco Jiménez que nos regalaron al final de la noche este sábado: La Tumba será el Final. Para entonces ya había sonado una veintena larga de canciones que, sin duda, encandiló al respetable
A falta de los Canned Heat, la rubia Nikki Lane convirtió el festival en un tugurio de carretera estadounidense, esos sitios perdidos de la mano de Dios donde la gente outlaw se calza el sombrero de cowboy y surgen a bailar de la negrura las chicas más peligrosas, auténticas Highway Queens de los rodeos. Chillona como nunca, la Lane nos sumergió de nuevo en la América country. Hizo una versión de Lucinda Williams (I Just Wanted To See so Bad), repasó su repertorio, metió en el armario el traje estampado medio transparente (sin quitarse el sombrero, eso sí) que lucía y se quedó con un conjunto de cuero bien ceñido para atacar el final de su actuación con una erótica Denim and Diamonds y el Jackpot final.
El garito de carretera cerró pronto para ser sábado: a las 0:52 exactamente. Para entonces, la rebelión de la Wagner contra Putin ya era historia, como esta edición del BBK Music Legends Fest.
Ojalá en 2024 nos veamos de nuevo, a ser posible en las campas de Sondika en vez de en el Bilbao Arena. Es el deseo de muchas personas.
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