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Argelia ante el abismo o la montaña

Protestas recientes entre indicios de que Bouteflika podía regresar a Argel.

Jesús A. Núñez

Codirector del Instituto de Estudios sobre Conflictos y Acción Humanitaria (IECAH) —

Se sienten liberados de la herida fratricida, han perdido el miedo a la represión y, por el contrario, se lo han traspasado a los que hasta hoy se han beneficiado de un status quo que durante generaciones ha ahogado el futuro de Argelia. Son buena parte de los 41 millones de argelinos que aspiran a retomar el camino republicano que quedó bloqueado por 'le pouvoir' en sus diferentes configuraciones prácticamente desde la independencia en 1962. Y deben ser conscientes de que ante ellos se abre la posibilidad de caer en un abismo tanto o más hondo del que ya habitaron en la última década del pasado siglo o subir una escarpada montaña que les permita explotar las enormes potencialidades de un país con tantas riquezas naturales.

Su principal fortaleza radica en el hartazgo con una farsa insostenible tras la fachada de un presidente decrépito hasta el extremo, alimentado por un sostenido deterioro en sus condiciones de vida y la percepción clara de que no hay futuro digno dentro del actual sistema. Y es eso, no cabe ninguna duda, lo que les ha impulsado a la calle para desbaratar el plan diseñado para mantener a Abdelaziz Buteflika formalmente a la cabeza de una amalgama de facciones no precisamente bien avenidas entre ellas para seguir acumulando prebendas sin límite. Unas facciones a cuyo frente destacan tanto el hermanísimo, Said Buteflika, como el jefe del Estado Mayor, Ahmed Gaid Salah, o el ahora defenestrado primer ministro, Ahmed Uyahia, sin olvidar a los prebostes de las empresas públicas y al resto de los principales dirigentes del Frente de Liberación Nacional y la Reagrupación Nacional para la Democracia.

Pero de inmediato se hace visible también su mayor debilidad cuando se piensa en un plan alternativo. Por un lado, la oposición partidista lleva años desactivada y comatosa, tanto por la represión del régimen como por su desconexión con las ansias y necesidades de la población. Y eso incluye también a los islamistas que —con el Frente Islámico de Salvación— hace algo más de veinte años parecían la alternativa más poderosa al sistema. Hoy, basta con mirar el escaso papel del Movimiento por la Sociedad y la Paz, para entender que, cooptados y victimas de sus propios errores, sus dirigentes no parecen atraer al conjunto de quienes demandan un cambio estructural. Por otro, lo único que une a la población movilizada es el rechazo a la mascarada del clan presidencial y, aunque se han ido incorporando diferentes colectivos hasta convertir la protesta en una dinámica transversal, experiencias como la de Egipto obligan a recordar que sin organización, líderes, programa y recursos para traducir la contestación actual en una opción alternativa de poder, se corre el riesgo claro de que sean los de siempre disfrazados de lo que sea necesario los que mayores posibilidades tienen de acabar llevando el ascua a su sardina.

Visto así, no basta con haber evitado la pantomima prevista para el 18 de abril, ni forzar la renuncia de Buteflika a un nuevo mandato. Es evidente que, aunque sea bajo la presión de la calle, a 'le pouvoir' aún le quedan cartas en la mano. La primera de ellas ya está en marcha con el nombramiento de un nuevo gobierno encabezado por dos representantes del mismo régimen que ha demostrado sobradamente su nula voluntad de reforma, pero que creen que les sirve para ganar tiempo hasta que logren superar sus diferencias internas para nombrar un sucesor de consenso. Desde luego, ni Nuredin Bedui, ni Ramtane Lamamra, ni Ladjar Brahimi cuentan con credibilidad para ir más allá de un giro lampedusiano que, con los imprescindibles cambios cosméticos que sean necesarios, solo desea dejar las cosas como están. Y esa es la opción en la que van a poner más énfasis.

Pero no se agota ahí su juego, puesto que todavía pueden emplear la tradicional opción represiva —hoy, todavía limitada porque el ejemplar comportamiento pacífico de la ciudadanía les hace muy difícil recurrir a la fuerza bruta para acallar a los críticos—, la manipulación de las movilizaciones para alimentar una violencia que pretenda justificar a posteriori la represión, la cooptación de algunos de esos críticos, el alargamiento sine die de la situación actual —con una Conferencia Nacional totalmente indefinida y un calendario de reformas igualmente desconocido— o el ejercicio carnavalesco de disfrazarse de nuevos demócratas y reformistas para volver a ocupar el poder en la próxima etapa (sirva Túnez de ejemplo).

En una circunstancia tan delicada como la que atraviesa Argelia, y al igual que ya ocurrió hace años en ocasiones similares que afectaron a buena parte del mundo árabe, cabe volver la mirada a la Unión Europea. Evidentemente, el protagonismo corresponde a la ciudadanía argelina, pero dado el notorio desequilibrio de fuerzas confrontadas y en concordancia con las repetidas formulaciones comunitarias a favor de crear un espacio euromediterráneo de paz y prosperidad compartidas, cabe volver a preguntarse cuál será el comportamiento de los todavía Veintiocho en este caso. Si nos atenemos a lo visto, con Egipto como ejemplo más obvio, la Unión parece claramente inclinada a optar por la estabilidad a toda costa, aunque eso suponga apoyar a golpistas como Al Sisi o hundir a algunos países como Libia en una violencia sin fin a la vista. ¿Habremos aprendido algo?

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