Leópolis, capital cultural y retaguardia de un país en guerra
Visto desde fuera el edificio parece el de un colegio cualquiera en una tarde de actividades extraescolares. Para entrar hay que cruzar un pequeño jardín con una enorme escultura del poeta y héroe nacional ucraniano Vasyl Stus, que da nombre al centro, y una bandera de Ucrania que ondea al final de una larga asta. Basta aproximarse a los ventanales para entender que, como en muchos otros sitios estos días en Leópolis, la apariencia de las cosas disimula una realidad que nadie imaginaba hace dos semanas.
“Pensábamos que esto se arreglaría por la vía diplomática. Cuando sucedió el primer bombardeo fue una catástrofe nacional. La primera reacción ha sido el miedo, pero luego ese miedo se ha convertido en voluntad de hacer algo para contribuir a la victoria de Ucrania”. Svitlana Uralova es la directora del centro y desde que empezó la ofensiva rusa pasa en este lugar gran parte de sus jornadas. Ese mismo día su hija dio a luz a su primera nieta. A veces, cuando no le da tiempo de estar en casa antes del toque de queda que empieza a las diez, se queda a dormir en el despacho. Porque, desde hace dos semanas, donde antes había clases y talleres ahora hay colchonetas envueltas en sábanas multicolores. Decenas de camas llenan el gimnasio, lo que fue el auditorio y las habitaciones interiores para acoger a algunos de los centenares de miles de personas que huyen de las zonas más golpeadas del país.
Tras el comienzo de la invasión el 24 de febrero se cerraron las escuelas hasta el 11 de marzo. A partir de esta fecha, donde se pueda se impartirán clases a distancia. Ahora, algunos colegios han entrado a formar parte del plan que las autoridades locales han puesto en marcha para tratar de encontrar un primer refugio para los que llegan aquí. Es una de las primeras medidas de una ciudad que dista tan solo 70 kilómetros de la frontera con Polonia y se prepara para ser la retaguardia. Más de 200.000 desplazados internos están ya aquí y 50.000 personas pasan cada día por la estación principal, convertida en la estampa de un desproporcionado éxodo de mujeres y madres con sus hijos cogidos por las manos y envueltos en capas de ropa que parecen insuficientes contra las temperaturas de este marzo inclemente.
En un lateral de la calle Chernivetska, la avenida que empieza desde la plaza de la estación y donde se forman las larguísimas colas para acceder a la entrada, otro pequeño centro mantiene desde fuera una apariencia de normalidad, como si el bullicio de gente, el ruido de las miles de maletas arrastradas con prisa y de los coches que atascan las vías aledañas no llegaran hasta aquí. De nuevo, la impresión desaparece tras cruzar el portal. En un descansillo, una mujer sentada al lado de un pequeño escritorio recorta en largas tiras viejas prendas de vestir de colores oscuros: negro y varias tonalidades de verde, gris y marrón. El que fuera un centro recreativo para niños es ahora el taller donde un grupo de voluntarios prepara unas grandes redes de camuflaje que servirán para cubrir trincheras y objetivos sensibles. En realidad son voluntarias, porque la mayoría de quienes están aquí son mujeres.
En una sala que servía para las clases de ballet, el enorme espejo refleja ahora el movimiento rápido de las manos que van atando las tiras como si tejieran un enorme macramé. Esta tarde hay un grupo de coreógrafas junto a las madres de los niños que venían aquí antes. “Quiero ayudar, quiero ser útil para mí país”, repite una de ellas con el mismo tono firme y orgulloso con el que muchos se pronuncian estos días, con una convicción que también sirve para espantar los miedos y alejar la ansiedad que se respira por las calles de una ciudad que intenta guardar algún vestigio de la vieja normalidad.
Muchos restaurantes siguen abiertos, pero otros han cerrado para abrir sus cocinas y dar de comer a los desplazados. Las estatuas del casco histórico, declarado en 1998 Patrimonio Mundial por la Unesco, aparecen empapeladas para protegerlas de los daños de posibles bombardeos.
Los atascos no son los de los días laborables normales, las calles se han llenado de coches con matrículas de otros lugares del país. Las embajadas y varias agencias gubernativas han sido trasladadas aquí. A la entrada de los edificios de la administración han aparecido fortificaciones con sacos de arena y erizos checos, los obstáculos hechos por barras metálicas cruzadas para formar una especie de estrella. Y, sobre todo, hay puestos de control a las puertas de la ciudad, que crean largos atascos que hacen que diez kilómetros parezcan 100.
De centros culturales a centros de entrenamiento
A unos diez kilómetros del centro está Solonka, un pequeño pueblo de la periferia. En su Casa del Pueblo, donde hace tan solo unas semanas se celebraban las fiestas, ahora se aprende a disparar. Es solo uno de los centros culturales de la zona que han sido reconvertidos con este fin. En la sala principal, que valía igual como cancha de voleibol que como teatro, con un escenario escondido por cortinas de gusto soviético, una decena de personas se agolpan alrededor de dos mesas. Un militar preside cada mesa y explica cómo coger un fusil, cómo apuntar con la pistola, cómo preparar el arma... Click, click, click. El sonido de las balas que entran en el carrete llena la sala mientras los vecinos siguen en silencio las instrucciones.
“En dos semanas han venido 1.000 personas. Hay gente de todas las edades. El más pequeño ha sido un chico de 14 años que vino con el permiso del padre. Y los más mayores pueden llegar a tener hasta 70 años”, explica Yulia Shafranska, una de las responsables del centro.
Hombres, mujeres, profesoras, jubilados, amas de casa... La mayoría no han tocado un arma en su vida. En pequeños grupos de diez se van turnando en una clase de una hora donde aprenden lo básico para, repiten, poder defender sus casas. En el último de la mañana la mitad son mujeres. Mujeres como la chica de 16 años que ha venido con su tía y coge el fusil con torpeza sin perderse una palabra de su instructor. Mujeres como Oressa, una mujer menuda, enfundada en chaquetón verde, que es cajera en un supermercado y que en sus días libres viene aquí a entrenar: “Nunca había pensado en que tendría que empuñar una pistola y aún ahora me da miedo. Pero quiero aprender para ser útil”. Ser útil, el mantra que repiten muchos aquí en Leópolis, donde se preparan para tiempos peores mientras se niegan a pensar que llegarán.
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