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The Guardian en español

Culpad a los apóstoles de la identidad, ellos nos empujaron al camino del populismo

Los apóstoles del progresismo de identidad ven el autoritarismo en otros, pero no en ellos mismos.

Simon Jenkins

No tengo clan. No tengo osito de peluche que me proteja, no tengo botón que me permita unirme a la histeria dominante y llorar al unísono con el resto: “Claro, la culpa es de X”. Mientras, vemos cómo se nubla el panorama. Los caminos se separan, soldados desorientados deambulan por el campo de batalla, lamiéndose sus heridas. El centro liberal no lo puede soportar y se lamenta con los versos del poeta Yeats: “¿y qué bestia escabrosa, llegada al fin su hora, / se arrastra hacia Belén para nacer?”

Confieso que todo esto me excita un poco. Los lugares comunes de la izquierda y la derecha han perdido todo su significado y las instituciones, su seguridad. Hasta en Francia e Italia la Unión Europea está cayendo en desgracia. Un candidato de derechas gana las elecciones a la presidencia en Estados Unidos apelando a la izquierda. En Reino Unido, el UKIP puede afirmar, de verdad, que está suplantando al Partido Laborista. Un primer ministro tory (conservador) ataca al capitalismo mientras los laboristas apoyan el programa de armas nucleares. Algunos creen que Castro se dio finalmente por vencido y murió.

La creencia popular mantiene que ha sido el centro izquierda quien ha perdido un tornillo y se ha vuelto loco. Los alaridos que recibieron al Brexit, Donald Trump y la nueva derecha europea son los alaridos de dolor que lanzan los progresistas desde la superioridad moral de la que se creían dueños. Peor, sus objetivos no eran los clásicos demonios riqueza y privilegios, sino una clase baja oprimida a la que tenía el descaro de referirse como “élite progresista del establishment”.

Paul Krugman, capitán general de la izquierda estadounidense, se subió la semana pasada a su maltrecho tanque, the New York Times, y lloraba a los votantes de Trump: “No puedo entender este resentimiento”. ¿Por qué no culpan los pobres a los conservadores? Tuvo que asumir que la respuesta estaba en la nueva Gran Explicación, la política del “progresismo de identidad”. Está en lo cierto. Han pasado 20 años desde que el filósofo Richard Rorty predijo el auge de un “hombre fuerte” al estilo Trump para expresar “cómo se sentían los estadounidenses sin formación cuando los universitarios les dictasen cómo comportarse”.

Esta predicción se ha hecho viral. Del mismo modo, el historiador Arthur Schlesinger ya advirtió que un nuevo hervidero de intolerancia, los “crímenes de odio” y la “corrección política” pondrían en peligro el pegamento nacional que une a Estados Unidos: su conciencia colectiva liberal.

El último gurú en la saga “lo que significa la victoria de Trump” es el psicólogo político estadounidense Jonathan Haidt. Conversando con el parlamentario británico del Partido Liberal Demócrata Nick Clegg en un evento de inteligencia celebrado en Londres la semana pasada, a Haidt se le preguntó una y otra vez la misma cuestión que se planteaba Krugman: “¿Por qué han votado los pobres a la derecha?”. La respuesta es sencilla. Ya no existe una derecha o una izquierda. Hay naciones y clanes dentro de las naciones. Y ambos crecen cada vez de forma más autoritaria.

Para Haidt, son los grupos alienados por otros grupos con los que compiten los que se sienten atraídos por Trump. El progresismo de identidad alzó a la “víctima sagrada”, a las minorías étnicas a las que no se puede criticar, a las mujeres, los homosexuales y los inmigrantes, a quienes Hillary Clinton se refirió una y otra vez en cada discurso. Por ende, favorecer a un grupo es excluir a otro, en este caso a los llamados olvidados, identificados como el “hombre blanco, rancio y fracasado”.

En Estados Unidos, igual que en Europa, los hombres blancos más mayores son el único grupo al que los progresistas pueden abusar y excluir con total impunidad. Es un grupo claramente dominante en los pueblos pequeños y zonas industriales con vistas a las remotas ciudades globalizadas, digitalizadas, con educación universitaria y “adecuadamente” progresistas. En el lugar más pobre de Estados Unidos de mayoría blanca no hispana, el condado de Clay, Kentucky, ganó Trump con un 87% de los votos. Para los progresistas de Clinton, ignorar esta gente fue un error categórico, un error que podría cambiar el curso de la política en Occidente.

La semana pasada, el académico estadounidense Mark Lilla se unió a la saga 'por qué Trump' explicando el progresismo de identidad como “un tipo de miedo moral a la identidad racial, de género y sexual”. Como un sistema que garantiza derechos y privilegios de forma discriminatoria, pero nunca obligaciones. “Expresivo, no persuasivo... deforma el mensaje progresista e impide que se convierta en una fuerza unificadora”. Lilla es un crítico feroz a la excusa del “azote blanco”, que da el permiso a los progresistas de calificar a los votantes de Trump y del Brexit como racistas y la corrección política como otra conspiración de derechas. Para él, es gente pobre que teme por la integridad de sus comunidades y ven la globalización como una estafa de ventas abusivas. Puede que estén equivocados, pero no son el eje del mal.

Al otro lado del Atlántico, este arranque de realpolitik electoral ha creado un discurso. Puede que Trump sea una pesadilla, pero ¿qué deberíamos hacer? En Reino Unido el progresismo no muestra robustez intelectual, sino una negación vestida de histeria. El intento de la tribu a favor de la permanencia por deshacer la votación del Brexit de junio es ridículo, una señal no de malos perdedores, sino de estúpidos. Deberían luchas por un Brexit suave, no por tumbar el Brexit.

Personalmente, celebro cuando la gente protesta y afirma que ya no significa nada ser izquierda o derecha, progresista o conservador. Si la izquierda está tan carente de confianza que necesita disfrazarse de “progresista”, no me importa. Yo solo quiero poner patas arriba las mesas, hacer pedazos los manuales, seguir con el debate. Restablecer la gloriosa revolución de 1832.

En lo que respecta al futuro, los analistas como Haidt y Lilla buscan un progresismo “posidentidad” basado en la reconstrucción del Estado nación como almacén de valores aceptados. Esto supone aceptar las preocupaciones de la mayoría, como puede ser la trayectoria y evolución de la inmigración. Una cosa es pedir a una comunidad pequeña que acepte a dos familia sirias, pero impón 200 y el progresismo se enfrentará a una eterna lucha cuesta arriba.

Siempre hay espacio para el equilibrio en una comunidad entre su derecho a reivindicar su propia identidad y un deber más amplio para dar la bienvenida a extranjeros, especialmente refugiados. Incluso el europeísta convencido Donald Tusk, de Polonia, ha admitido este año que la Unión Europea se había equivocado en buscar una creencia incondicional en “la utopía de una Europa sin estados nación”.

Los progresistas británicos, de todos los partidos, han pasado los últimos seis meses huyendo de un trauma a otro, lanzando insultos por encima del hombro. Pero como dijo John Stuart Mill: “Aquel que solo conoce su versión, sabe muy poco del tema”.

Los apóstoles del progresismo de identidad han caído en la trampa de Mill. Ven el autoritarismo en otros, pero no en ellos mismos. Ven discriminación en otros, pero no en ellos mismos. Cuidando a su tribu elegida, suspenden la prueba definitiva de la democracia: la de la tolerancia con las preocupaciones de aquellos con los que no están de acuerdo.

Esta visión corta de miras ha puesto en peligro el progreso alcanzado gracias al progresismo europeo en la última mitad de siglo. Su nariz sangra tras el primer puñetazo, y aún quedan más por venir.

Traducido por Javier Biosca Azcoiti

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