Los últimos de Afganistán: España se retira tras 19 años
Tras arriar la bandera en la base afgana Hamid Karzai, los últimos militares españoles desplegados en Afganistán llegaron este jueves a la base aérea de Torrejón de Ardoz. Se pone fin así a una presencia que se inició en febrero de 2002, cuando un contingente militar de 450 efectivos se sumó a la ISAF (Fuerza Internacional de Asistencia para la Seguridad, iniciada en diciembre de 2001 y bajo mando de la OTAN a partir de agosto de 2003). A la hora de establecer un balance de lo ocurrido durante esos 19 años es inevitable que la sensación dominante sea de sabor agridulce.
Por un lado, es fácil dejarse llevar por los grandes números y quedarse con los millones de kilómetros recorridos en patrullas, los miles de explosivos improvisados desactivados, los kilómetros de carreteras asfaltadas, los más de 27.000 militares españoles que han rotado por Afganistán, los más 3.500 millones de euros allí gastados… Pero, como contrapunto humano, de inmediato resaltan las 102 vidas perdidas– 62 en el accidente del Yak-42, en mayo de 2003; 17 en el del helicóptero Cougar, en agosto de 2005; 14 por ataques de grupos insurgentes…–, lo que la convierte en la misión en la que nuestras fuerzas armadas han sufrido un mayor número de bajas.
Por supuesto, desde el punto de vista estrictamente militar, la participación en operaciones internacionales como las que ha liderado Washington en ese país– ISAF y, desde enero de 2015, Apoyo Decidido– ha supuesto un aprendizaje muy valioso. Tras una primera etapa en Kabul, las tropas españolas acabaron encargándose, ya en 2005, de la base de Herat y del PRT (Equipo de Reconstrucción Provincial) de Qala–i–Now. Desde entonces, y con un contingente que en su punto álgido llegó a contar con 1.500 hombres y mujeres, España se encargó, fundamentalmente, de estabilizar la situación en su zona de acción, hasta que, a finales de 2013 transfirió esa tarea a las propias fuerzas afganas y, ya en el marco de Apoyo Decidido, pasó a asumir labores de asesoramiento e instrucción de las fuerzas afganas.
Todo eso ha brindado una ocasión única para mejorar las capacidades y la operatividad de los uniformados españoles, codeándose, con nota destacada, con contingentes de otros países. Desde un punto de vista militar, la experiencia ha supuesto multitud de lecciones aprendidas que, en ultima instancia, redundan en una mejora de la capacidad de defensa nacional. Y eso contando con que el mandato establecido implicaba que los militares españoles no participarían en tareas de combate en primera línea y que su principal despliegue se limitaría a las provincias de Herat y Badghis, en el noroeste, alejadas de los principales frentes de la batalla.
Eso no quita que, en el debe del balance, haya que anotar la falta de cintura de los mandos militares a la hora de relacionarse con los medios de comunicación, aplicando un férreo secretismo que, en ultima instancia, supone falta de transparencia ante la sociedad. Igualmente, es criticable su empeño en hacer pasar por acción humanitaria lo que se hacía en el citado PRT, cuando en realidad eran acciones que servían al cumplimiento de la misión militar (CIMIC, colaboración cívico-militar, en el argot otánico) y, por tanto, no se ajustaban a los principios básicos que guían a los actores humanitarios.
El punto de vista político
Mucho más negativa es, sin embargo, la valoración que puede hacerse desde el punto de vista político.
En términos generales, y al margen de un discurso oficial que ha tratado de presentar la contribución española como una apuesta por la estabilidad de Afganistán y por el bienestar de su población, cabe concluir que la razón fundamental de los despliegues realizados mira mucho más a Washington que a Kabul. Ya en una primera etapa quedó claro que la acertada retirada del contingente desplegado en Irak (2004), en el marco de una guerra ilegal liderada por Estados Unidos, provocó un mayúsculo enfado en la OTAN y, sobre todo, en Washington. Y la manera de restañar la herida, con Estados Unidos haciendo bien visible su desagrado con Madrid, fue aumentar el volumen del contingente español en Afganistán, aunque para ello hubiera que retirar el desplegado hasta aquel momento (marzo de 2006) en Haití. Se atendía, así, no a las necesidades afganas, sino a la urgencia por recuperar una buena relación con EEUU, aunque eso conllevara el subsiguiente enfado de Brasil (como líder de la operación de la ONU en Haití, MINUSTAH) y una pérdida de protagonismo en el ámbito latinoamericano.
Por otro lado, nada indica que los sucesivos gobiernos españoles durante estos años hayan tenido una estrategia propia, como lo demuestra el hecho –compartido con muchos otros gobiernos– de que la retirada se ha precipitado en cuanto Joe Biden ha decidido cerrar ese nefasto capítulo de la historia militar estadounidense.
Todo se ha limitado, en esencia, a contentar lo máximo posible a Washington y eso, inevitablemente, nos hace compartir sus equivocados enfoques y, del mismo modo, una derrota sin paliativos. Errores y derrota que ahora se hacen aún más visibles cuando los talibanes reemergen como el actor de referencia, el gobierno liderado por el dúo Ghani-Abdullah muestra su impotencia para estabilizar el país y se siguen sin atender las necesidades básicas de los 40 millones de afganos. Tras la desbandada generalizada queda un Afganistán, por un lado, sin democracia, sin Estado de derecho y sin bienestar y, por otro, con los yihadistas y los talibanes en alza. Mal balance, en definitiva.
*Jesús A. Núñez Villaverde – Codirector del Instituto de Estudios sobre Conflictos y Acción Humanitaria (IECAH)
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