Stolpersteine: las tres fases para curar el olvido con seis nuevas piedras de la memoria en Chamberí
El pasado viernes 28 de abril, sobre la una y media de la tarde, un grupo de personas miraba en dirección al portal del número 1 de la calle Viriato, esquina con Bravo Murillo (en Chamberí). Varios miembros de una familia venida de Pamplona para la ocasión recibirían un cubo de tonos dorados y grises de las manos de un ciudadano alemán llamado Bernhard. Un operario, catalana en mano, ponía a punto una oquedad cuadrada sobre la acera y una bandera republicana asomaba sobre la nube de cabezas.
Se estaba colocando el Stolpersteine de Karl Frommknecht Grosshaus, un bloque de cemento de 96 x 96 x 100 mm, con una placa de bronce, en recuerdo de los deportados a campos de concentración nazis, presentes ya en 29 países distintos. En el caso español, el recuerdo de estas víctimas está indisolublemente ligado a su condición de perdedores de la guerra de España, y sus biografías a menudo permanecen ocultas bajo las alfombras de la historia.
O, a veces, manipulada, como era el caso de Karl Frommknecht Grosshaus, que quedó en la historia familiar como un nazi hasta que su nieto Juan, tras muchos años de investigación, pudo reconstruir su verdadera militancia política, en el bando republicano, y su triste destino final.
Era el Stolpersteine número 57 de la ciudad de Madrid (aún se colocaría uno más el viernes), y quién sabe si el número 100.000 –se colocan diariamente– que se instala desde que el artista Gunter Demnig, que sigue manufacturándolos todos, plantara el primero en 1992. Aunque aquí llegaron más tarde que a otras ciudades de Europa, poco a poco –y a base de tropezarse con los adoquines dorados– los madrileños empiezan a conocer el significado de estos monumentos a ras de acera. A muy pocos metros de la escena, hay hoy hasta cuatro: acompañan al de Grosshaus los de Enrique Calcerrada –cuyo sobrino haría entrega el viernes de una las piedras–, Andrés Fariña y Mariano Expósito.
Una zona de memoria que viene a resumir todos los rescates biográficos de los que participa el proyecto Stolpersteine. El primero de todos tiene que ver con la investigación previa que requiere restituir la trayectoria de los deportados a campos de concentración nazis. El ejemplo de un combatiente republicano cuyo recuerdo devino en nazi es un ejemplo extremo, pero son muchos los nietos que, traspasado el velo de silencio impuesto a sus mayores, siguen reencontrándose con las trayectorias rotas por las guerras española y europea de sus familias.
La segunda de las etapas tiene lugar durante los recorridos por la ciudad para instalar los Stolpersteine. Actos colectivos de reconquista de la calle con el componente ritual que el ser humano requiere en todo lo relacionado con la muerte. Y que, pese a su emotividad, son encuentros cercanos y alegres.
Mucha culpa de ello la tienen Jesús e Isabel, máximos impulsores del proyecto en Madrid. Invariablemente, en cada colocación alguien se para junto al grupo para conocer la naturaleza de la comitiva. Como en cada hito se incorpora gente nueva, incansables, vuelven a explicarlo todo. Un deportado una piedra. Un familiar que ya tiene la suya hace entrega al que la recibe y se compromete a seguir la cadena. En la argamasa, integrado con el cemento y la base de hormigón del monumento, unas piedrecitas del campo de Gusen, donde acabaron la mayoría de los homenajeados…
“Hay que pedir las piedras con una año de antelación y luego hacer todas las gestiones con las juntas de distrito”, nos explica Isabel, que cuenta divertida que estas de Chamberí han estado dos años en su cocina esperando turno.
El tercer eslabón de la cadena de la memoria es el que reside en la naturaleza misma del proyecto : cada vez que alguien tropieza con el nombre grabado sobre dorado en una acera, una biografía oculta durante décadas se hace un poco más visible.
Pero la procesión laica había empezado a las doce de la mañana en el número 7 de la calle Espronceda. “Os deseo verdad, justicia, reparación y que seáis muy felices”, dijo quien entregó el adoquín a los familiares de Antonio y Gonzalo Ortiz Crespo, dos hermanos asesinados en Gusen en 1941. Según la versión de un antiguo compañero de reclusión, ambos se suicidaron tirándose contra las vallas electrificadas del campo, aunque hay ciertas dudas acerca de la exactitud de la historia. En los cimientos de su piedra, se depositó arena de la playa de Dunkerque, donde fueron detenidos. En el 13 de la misma calle se rindió homenaje a Valentín Fouce Llana ante la presencia de su hija anciana, que vivió con su familia en el lugar hasta que, en el 39, un vecino “sugirió que debían marcharse”.
En el número 4 del Paseo del General Martínez Campos, el grupo tomó el Madrid de las terrazas. Alguno de los presentes aprovechó para comprar flores en el puesto de la esquina y, prácticamente dentro de una terraza chamberilera, se rindió merecido homenaje a Fernando Salcedo Rabanaque. Una vez más, la constatación del olvido: su familia sabía que había ido a la guerra y no volvió. Solo hace cuatro años, encontraron una caja de viejas fotos con una carta de la Cruz Roja que desvelaba el secreto que su madre se había llevado a la tumba. Miembros de varias generaciones se abrazaban emocionados frente al antiguo domicilio familiar y el local donde estuvo el taller de bronce donde trabajaron sus antepasados.
Después, se colocó la placa de Karl Frommknecht Grosshaus, a quien nos referimos antes, para terminar con la de Mariano Expósito Garrido en el número 3 de la calle de Viriato. En esta ocasión no hubo familiares presentes pero hizo la entrega del Stolpersteine Maruja Lamana, hija de Manuel Lamana, quien -junto con Nicolás Sánchez-Albornoz- protagonizara una conocida fuga de Cuelgamuros.
Para terminar la mañana, la parte privada del ritual: la comida con los familiares. Luego, descansar y preparar la siguiente colocación, que probablemente sea en el distrito de Salamanca. Dos etapas del ciclo de la memoria se han cumplido ya y las piedras se encargarán de llevar a cabo la tercera.
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