El Boñar de León, el bar que prometía viajes a Canarias, regalaba tapas y albergaba cucarachas
Antes de que la moda de la caña con grandes tapas se instalara en muchos locales de Madrid, un modesto local de Malasaña, oculto en la calle Cruz Verde, se convirtió en lugar de referencia y centro de reunión de los jóvenes madrileños en busca de comida barata. Era El Boñar de León, un restaurante que labró su fama desde los años 60 -fecha indeterminada de apertura- a base de servir tapas de tamaño descomunal y menús con cantidades absurdas.
Por un precio de 150-200 pesetas en los noventa (luego pasaron a costar 1,50 €) era posible beberse una jarrita de cerveza acompañada de un impresionante plato de paella. La frase “comer de tapas” cobraba en el local otro sentido cuando llegaban los platos -de ración- de cocido maragato, patatas alioli, bravas... ¿Dónde estaba el truco? En que se potenciaba la cantidad frente a la calidad (lo explicamos más abajo).
Después de acceder al lugar por un estrecha puerta y ver el escaparate lleno de productos más o menos frescos a la vista, el interior del lugar era como el que se podría encontrar en cualquier otro bar de viejos provinciano de los que van quedando menos: máquina recreativa, aperos de labranza y referencias regionales colgados de las paredes, foto del pueblo leonés del dueño del local…
El restaurante quedaba dividido en dos partes: una primera estancia con amplia barra, donde se servían las tapas, y una segunda, más grande, con las mesas para comer y en las que también se repartían tapas fuera del horario de comidas y cenas. La primera era lugar habitual de estudiantes y gente hambrienta de poco dinero en general (algunos, mendigos, acudían a recoger a diario las sobras) y la segunda estaba reservada para los estómagos más pudientes y atrevidos.
Esta zona restaurante merece comentario aparte: allí se servía un menú del día de mastodónticas cantidades, que siempre era imposible de acabar. Las raciones -en cenas- no se quedaban atrás y es difícil olvidar las enormes bandejas de langostinos cocidos que subían desde la cocina hasta posarse en las mesas, ante la sorprendida mirada de sus comensales. Al finalizar las comidas, Florentino, el responsable del local, se paseaba para conversar con sus clientes y les ofrecía como colofón -y cierto cachondeo- una bandeja entera de nicanores, postre típico leonés que terminaba de colmar el estómago si aún quedaba algún hueco.
Los lunes, el restaurante del Boñar llegaba a su punto álgido, con la degustación de su cocido leonés. Acabárselo por completo tenía premio: el local prometía en sus servilleteros regalar un viaje a Canarias de 15 días a aquel que fuera capaz de tamaña hazaña. No conocemos a nadie que se hiciera acreedor de dicho galardón.
No sabemos si la calidad del Boñar de León se fue mermando con el paso de los años o si era así desde el principio. El que escribe estas líneas llegó a ver -y fotografiar- alguna que otra cucaracha corriendo alegremente por la barra. Lo que es seguro es que el lugar fue languideciendo lentamente, hasta contar solo con un ambiente muy trash entre sus clientes, que acabó precipitando su cierre en el año 2014, cuando se puso en alquiler. Dos años después, a principios de 2016, un nuevo restaurante ocupó su lugar, ya sin ninguna referencia a lo anterior y con una estética y una calidad mucho más cuidada.
Y no podemos terminar sin recomendar una lectura de las lindezas que le dedicaban a este restaurante los usuarios de páginas de recomendaciones como 11870 o en revistas como Unfollow, donde llegaron a llamarlo “un all you can eat disfrazado de taberna castellana”.
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