Las fuencarraleras que comentaban en el mercado las orgías de los nobles madrileños
Marica:Marica
¡Qué gente que hay en Madrid tan mala y particular!
Perico:Perico
Marica, en este lugar, la que ves mejor andar, es la que más bien coja.
Estas palabras pertenecen a Conversación que tuvieron un Payo y una Paya de Foncarral que estaban vendiendo huevos en la Plazuela de Santo Domingo llamados Perico y Marica, unos versos del XVIII que hablan por boca de una pareja de fuencarraleros en el mercado de San Ildefonso. Comentaban una noticia escandalosa en la época a la que volveremos un poco más adelante.
Pero, ¿fuencarraleros? En el libro de reciente aparición Fuencarral y las foncarraleras. Un pueblo en la literatura madrileña (La Librería, 2018), Antonio Chueca Sainz recupera el recuerdo de las fuencarraleras a través de la literatura, rastro que se ha perdido hoy hasta el punto de que, cuando aparece una referencia a ellas, muchos piensan que se refiere a las mujeres de tan señera calle, dice el autor.
Fuencarralera o foncarralera terminó siendo en el argot madrileño sinónimo de vendedora proveniente del campo circundante a la ciudad, por la gran presencia de mujeres oriundas del pueblo de Fuencarral en el mercado de la Plaza Mayor, en el resto de mercados –como en el referido de la plazuela de San Ildefonso– o en las propias calles de Madrid.
Aquellas mujeres salían a primerísima hora caminando hacia la ciudad, salvando los 11 kilómetros de distancia y entrando por la carretera de Francia (hoy Bravo Murillo) en los siglos XVIII y XIX. También conocidas como naberas o hueveras, llegaban a Madrid por la puerta de Fuencarral, en la actual glorieta de Ruiz Giménez (Bilbao). En las ilustraciones aparecen ataviadas con monteras de pelo segovianas, que las caracterizaban como rurales, y en las frecuentes apariciones literarias –de Ramón de la Cruz a Mesonero Romanos– se hace hincapié en una estampa vociferante, sin duda necesaria para anunciar los productos que vendían. En otras ocasiones, se hace referencia a las foncarraleras como objeto callejero del deseo masculino y, a ojos de hoy, objetivo del acoso machista. Una popular copla rezaba:
Ya vienen las fuencarraleras con sus carretas once mujeres veintidós tetas
Como nos cuenta Antonio Chueca, detrás del tipismo madrileñista podemos leer la dureza de la vida de estas mujeres (y, en ocasiones, de sus maridos que las acompañaban) que las abocaban al reúma y otras afecciones causadas por sus viajes a la intemperie y el acarreo de peso. Citando a la historiadora Victoria López Barahona, el autor explica que “las trabajadoras madrileñas del siglo XVIII estaban sometidas a una doble discriminación. Por un lado, eran mujeres, y por lo tanto se las consideraba legalmente inferiores a los hombres. Por el otro, se dedicaban a trabajos humildes, manuales, y esto hacía que las llamadas clases superiores de la sociedad las considerasen parte del vulgo y del pueblo bajo, carentes por tanto de los privilegios y de la estima de los que eran acreedores los estamentos privilegiados de la época”.
Pero volvamos por un momento a la Conversación que tuvieron un Payo y una Paya de Foncarral que estaban vendiendo huevos en la Plazuela de Santo Domingo llamados Perico y Marica. Leemos allí las palabras de los tales Perico y Marica en la plaza del mercado por excelencia de los barrios del norte:
La llaman la Bella Unión a esta nueva cofradía. Oyes ¿si se juntarían para ir a algún sermón?
¿Qué fue la Bella unión?, una singular hermandad de aristócratas libertinos del Madrid de Carlos III, una “sociedad pornográfica” que organizaba orgías nocturnas y que, pese a su corta duración, dio mucho juego a los aficionados a la sátira en la época. El historiador Francisco Aguilar Piñal encontró sus ordenanzas en la sección de manuscritos de la Biblioteca Nacional de Madrid, por lo que hemos podido reconstruir su historia más allá de las menciones que, aquí y allá, tenemos sobre tan singular organización.
En la Bella Unión era menester entrar por parejas, pero solo ellas debían ser reconocidas “por un médico y un cirujano”. De ambos se exigía, eso sí, que fueran jóvenes y de buen parecer y se añadía que “ninguno ha de impedir el solicitar a su compañera, siendo el solicitante Hermano”, bajo peligro de sanción dictada por el Hermano Mayor. Los hermanos y hermanas se distinguirían por llevar en el pecho una venera (medalla) de oro, en cuyo centro iba en plata una trompeta de la Fama y el lema de la Sociedad: “Viva la Unión”. Los días de reunión eran los lunes, tras el baile eran despedidos amablemente los músicos “para que no interrumpan el sosiego a los Hermanos”. Hay que hacer notar que, según explica Francisco Aguilar, descanso es en realidad sinónimo de desenfreno.
Las cabezas más visibles de La Bella Unión eran Cristóbal Cañaveral, marqués de Boganaya –poseedor de una buena colección de arte erótico francés prohibido por la Inquisición–, el Conde de Clavijo (ambos eran los Recibidores del baile), el Gran Maestre de la Orden, Protector y defensor de la Sociedad, don Juan Ortiz, teniente coronel del Ejército español y, por supuesto, el Hermano Mayor, Ferrán de Rocabertí-Boixadors Chaves, IX conde de Peralada. A este último personaje lo retrató el famoso Giacomo Casanova como un “joven y rico señor, de cara bonita, pequeño y mal hecho, gran libertino al que le gustaban las malas compañías, enemigo de la religión, de las buenas costumbres y de la policía, violento y orgulloso de nacimiento”.
Poco duraron aquellos lunes de libertinaje en Madrid. Al mes de existir la cofradía paródica, y tras cuatro reuniones, fueron descubiertos en marzo de 1778 y sus integrantes condenados a duras multas y penas de prisión. Sabemos que una de sus orgías se celebró en una posada de la calle Silva porque la posadera fue castigada a pagar 100 reales de vellón por alquilar su habitación. Las Hermanas, llamadas “Damas Supernumerarias” fueron presas “por putas” y recluidas en el Hospicio de San Fernando durante cuatro años.
Seguía Perico, diciéndole a Marica que vuelva al pueblo:
Marica, vente al lugar que allí menos malo hay, que en Madrid la que no cae suele al menos tropezar.
Sin duda, entre los versos de mercado se desliza la advertencia de que muchas mujeres de las clases populares se podían ver, en algún momento de sus vidas, abocadas a la mancebía.
Las ultimísimas fuencarraleras que bajaban a Madrid cada día a vender el género desaparecieron en los años cincuenta del siglo XX, cuando hacía tiempo que la memoria popular había dejado de identificarlas como uno de los personajes típicos del paisanaje madrileño. Hoy, merece la pena recordar quiénes eran las Foncarraleras y saber distinguirlas de las vecinas de una calle que, por cierto, se llama así por encaminarse hacia dicho pueblo.
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