Esta semana me enteraba de una primicia que, en este país, ya no nos pilla por sorpresa. El medio ‘Los Replicantes’ informaba de que el último libro de la escritora valenciana Lucía Etxebarria, autoeditado y autopublicado con el título 'Mujeres extraordinarias. Una historia de mentiras' (2019), habría infringido presuntamente nuestra legislación contra el plagio y, por ende, la Ley de Propiedad Intelectual.
En noviembre de 2019, el periódico elDiario.es cubrió el motivo de su salida al mercado con una entrevista. Ambos textos me permiten reflexionar sobre el funcionamiento de la información en la instancia de los receptores, así que quédate conmigo unos párrafos a ver qué tal.
El contenido informativo revelado y enlazado por ‘Los Replicantes’, que se asienta en nuestra mente como un nuevo contexto y dinamiza nuestras suposiciones previas sobre el plano de la enunciación de la obra en cuestión, posibilita una interpretación retroactiva de los enunciados que se emitieron en dicha entrevista. Si la leemos ahora, descodificamos los enunciados de otra manera, porque estamos infiriendo su mensaje desde un conocimiento actualizado del mundo: las implicaturas transmitidas otrora nos conducen a conclusiones novedosas. Parece que el sentido de lo dicho hace un año por la periodista y su entrevistada se desgaja y las palabras nos suenan huecas: la fuerza ilocutiva del texto más antiguo no opera frente a un lector conocedor del texto más reciente. ¡Pragmática!
Se me ocurre una anécdota provinciana. Hace diez años celebré con mis joyas de la infancia (Ana, Laura, Paloma y Lydia) una curiosa fiesta de literatura. Durante el verano, leímos con jolgorio y velocidad la novela ‘Lo verdadero es un momento de lo falso’ (2010) de Etxebarria. Las escenas de sexo explícito, contadas desde perspectivas hiperrealistas con la agilidad arrolladora con la que sucede la vida, nos mantuvieron algunos días en un cómplice y furtivo diálogo. Fue especial que un mismo texto pudiera juntarnos y compartirnos a las cinco, tan diversas y oblicuas como somos y sentimos. Libres y correosas como el viento, disfrutamos la novela a las afueras de la mentalidad social dominante que se cocía en el pueblo y que te quería apretar el corazón hasta domesticarlo, hasta reventarlo. Pero la lectura en común fructificó.
Por aquellos entonces, en el pueblo debíamos andar cumpliendo con los roles tradicionales que se esperaban de nuestra condición biológica. Parecía vigilar un pesquisidor binarismo de género que, desde el principio de la humanidad, ha estado en el inconsciente de todos y que nunca concibió a machos y a hembras como a iguales a la hora de ejercer la libertad de afectos. “Me han dicho que el finde de feria te liaste con seis. ¿Qué haces?”, “¿Y quién te ha dicho eso?”, “No te lo puedo decir”. Verdad o falsedad encabalgada de habladurías, a las chicas el detective se nos cernía ojeroso y negativo, con el dedo índice al alza. Nuestras lides de besos y caricias nos convertían en blancos de un etiquetado constante (puta, ramera…), tiros envenenados que, de haber tenido las palabras ese poder, ya habrían ambicionado edificar una prisión de hierro alrededor de nuestras inclinaciones.
En cambio, con ellos, el detective se sentaba risueño a ver un partido de fútbol: cachete en el hombro, guiño, jaja, “qué cabronazo que eres, menudo ligón, te van todas detrás”. Así crecimos. Ahora, ni tan amigos todos. Medio casados, cuajados en parejas o solitarios tenemos las mismas ganas de verbena y de bailes conjuntos. O más. Los grupos humanos avanzan: de las mentes estrechas y falsarias también salen quienes las tienen. La lectura en común fructificó. El monolito ambiental de verdades falseadas con que se traficaba en el pueblo para influir en la conducta de las personas estalló. Florecieron los instantes verdaderos a pesar de los falsos.
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