El otro día leí un comentario de Twitter que decía: “Feijóo dice lo mismo que Casado, solo que más lento”. Después de una carcajada inicial, pensé en todas las connotaciones de esta afirmación y la traduje a mis propias palabras: “Feijóo tiene un discurso más moderado que Casado, pero sus actos son, a día de hoy, idénticos a los de su antecesor”. De nada vale decir que todo va a cambiar, si al final todo sigue igual. De hecho, el contexto en el que este usuario de Twitter publicó su post era el de la aprobación de las medidas anticrisis en el Congreso. Como es de todos conocido, este decreto se aprobó por los votos a favor de Bildu, y con la oposición del PP. Enseguida, el principal partido de la derecha lanzó el mensaje de que Pedro Sánchez se había vendido a los enemigos de España, evitando así pactar con los que defienden un fortalecimiento del Estado.
La negativa de PP y Vox a apoyar un paquete de medidas económicas que beneficiará a tantos millones de españoles pone de manifiesto, en primer lugar, el sentido tan mezquino y estrecho al que se ha reducido, durante estos años, el concepto de patriotismo. El auge de la ultraderecha ha introducido un sesgo demencial, en virtud del cual solo la defensa enfática y fanática de los símbolos -la bandera, el himno, la monarquía…- te convierte en un buen español. Si reproduces el himno nacional hasta en la sopa, eres un digno patriota; pero si, por el contrario, apoyas un paquete de medidas que contribuyen a mejorar la vida de los españoles, es que solo buscas la desintegración del Estado. Algo falla en esta maniquea distribución de carnés del “buen español”, ¿verdad? El PP -que es un partido de gobierno- ha vuelto a caer en un filibusterismo de manual, en un momento en el que había que arrimar el hombro para sacar adelante un decreto esencial para el presente y el futuro inmediato de España. En cambio, Bildu, un partido que no cree en la idea de España como un destino identitario prefijado y que posee un discurso secesionista, ha optado por el pragmatismo de contribuir con sus votos a mejorar la vida de los españoles. Puestos a medir la “responsabilidad patriótica” de unos y otros, ¿quiénes han demostrado un mayor compromiso con España: los que han reducido a esta a una suerte de idealismo vacío y sentimental, o los que, críticos con dicha abstracción, ofrecen sus votos en beneficio de la prosperidad de la nación?
Frente a este análisis, los partidarios de enrocarse en el “no” pueden alegar que Pedro Sánchez se negó en todo momento a negociar con el principal partido de la oposición y a introducir “ciertas” modificaciones en su programa de medidas. Y, en este punto, conviene introducir otra reflexión que, por lo general, suele ser orillada. Aquello que el PP entiende por “negociar” es que el Gobierno acepte, en su totalidad y puntos esenciales, el programa económico elaborado en Génova. Cuando se parte de la premisa de “todo o nada”, se olvida cuál es el papel que te toca asumir en la actualidad: liderar la oposición. No se puede pretender que un Gobierno acepte como condición sine qua non para abrir una negociación la asunción completa de un programa económico que no es el suyo. Quien gobierna tiene la potestad y la obligación de gobernar. Y esta perogrullada implica otra de igual calibre: que la oposición puede matizar una política específica, pero no pretender transformarla hasta convertirla en una proyección exacta de su programa político. En España no se sabe hacer oposición. Y así sucede porque se olvida con facilidad que no se puede gobernar desde ella. Quien gobierna es el partido o los partidos a los que la aritmética parlamentaria se lo ha permitido. Y negociar con ellos -y, por lo tanto, hacer políticas de Estado- supone apoyar críticamente sus políticas, no intentar imponer en bloque las propias. Mientras no se comprenda esto, el entendimiento entre los grandes partidos será imposible y España seguirá sumida en una fase de adolescencia democrática -demasiadas hormonas y pocas actitudes responsables y orientadas al bien común.
0