Allá por los años cincuenta del siglo pasado, el jacarandoso escritor madrileño Ramón Gómez de la Serna se sacó de la manga una greguería genial: «la A es la tienda de campaña del alfabeto». La A mayúscula, la mayúscula A. Una tienda de campaña de indios apaches o excursionistas domingueros, con los vientos tensados por cuerdas asidas a clavos firmemente anclados al suelo. Una tienda de campaña, más alta que ancha, puntiaguda incluso, con la puerta practicable, cerrada o abierta a voluntad del azaroso viento, donde habitan en comuna todas las letras del alfabeto unidas por su femenina condición.
Aviso para navegantes. Alfabeto es masculino. Pero las letras del alfabeto, las veintisiete letras que acoge la tienda de campaña que en el horizonte dibuja la grácil figura de la A mayúscula, la mayúscula A, tienen en común que su gracia en español se nombra en femenino. Todas. Sin excepción. De la A a la Z. Independientemente de que sean vocales o consonantes. La a, la e, la i, la o, la u. Y la be, la ce, y todas las demás, hasta la Z.
Ni más ni menos. Porque a cuantos, una y otra vez, con tozudez propia de mejor causa, han intentado meter por debajo de la puerta la @ como novedosa letra ambivalente las letras de dentro, en romana formación de tortuga, les han dado con la puerta en las narices. Sirva de aviso. Que en la tienda de campaña del alfabeto español que es la A no cabe una letra más que las veintisiete censadas como únicas vecinas.
Convenido ser así, fácil es imaginar a todas ellas conviviendo dentro de la A, tienda de campaña que las ampara. Dentro, viven en firme unión familiar, con sus más y sus menos, sin poder escapar de esa jaula de oro sin barrotes, donde no se admite ni una sola letra más y de donde a ninguna de las que dentro habitan les es dado desertar. En la tienda de campaña que es la A, nacieron cuando al azar fue cumplido.
Desde entonces, a la tienda de campaña del alfabeto que es la A sólo es posible penetrar imaginación mediante. E imaginar las letras, las veintisiete letras del alfabeto español, embutidas en sus sacos de dormir. O echadas en sus colchonetas, grácilmente recostadas del lado del corazón, que es el que propicia los sueños más placenteros. O saltando como niñas o adolescentes en permanente afán de fiesta sobre los tresillos. O ensayando cogidas de la mano las palabras, todas las palabras que caben en el diccionario. Y hasta las que nunca han traspasado tan restrictivo umbral.
Cuando a bien lo tine, la A se despereza, se lava la cara con agua fresca, se echa el largo cabello trigueño atrás con femenino gesto, va en busca de la M a la que saca de la profunda modorra, danzando se encaminan ambas en busca de la O y unidas las tres a la R forman la palabra más bella que el español ha inventado: AMOR. La A, la M, la O, la R, sólo son letras, moradoras en la tienda de campaña del alfabeto. Cuatro letras que en sí, por separado, no significan nada. Pero cogidas tiernamente de la mano pueden ser AMOR o ROMA o MORA. Un vocablo masculino o femenino, según norma académica o llana costumbre, formado por letras nombradas por su gracia en femenino.
Qué pena que haya tanto TONTO, genérico de tonto y tonta, que no entienda que las palabras no las inventan las mujeres o los hombres. Ensayando todas las posibilidades que caben en la posibilidad, las palabras se inventan solas.
*Antonio Martínez Cerezo es escritor, historiador y académico.
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