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Pasarse la vida dando explicaciones por no querer hijos: “Puedo cambiar de opinión, pero no me digas que estoy equivocada”

Libertad y Thijs, en una foto en Tarifa de su álbum familiar.

Belén Remacha

En su autobiografía, Solterona, Kate Bolick partía de la idea de que la vida de una mujer se construye alrededor de contestar(se) desde pequeña dos preguntas: con quién va a casarse y cuándo. Aunque las respuestas sean “nadie” y “nunca”. Esto puede tener una variante: si va a tener hijos y a qué edad.

En una clase de Ética de 4º de la ESO pasó. Solo Rebeca levantó la mano para decir que no quería; otros compañeros o tenían claro que sí, o dudaban. Han pasado casi diez años y Rebeca, a sus 24 y una relación estable, ha “entendido” como no hacía de adolescente lo que puede llevar a querer ser madre, pero “sigue sin llamarme, ni el embarazo ni el crío. No tengo el deseo”. 

Ella es joven, está preparando oposiciones y poca gente puede esperar que sea ya madre. Sin embargo ya lo ha hablado con su pareja, “que está en el mismo punto”  y asume que en un tiempo, supone que cuando en su entorno se empiece a tener hijos, volverá a salir el tema. Cuenta que a su madre le da cierta pena saber que los nietos no llegarán de ella, y recuerda que esas amigas del instituto nunca la miraron raro, pero sí un ex “empeñado en que cambiaría de opinión. Me decía ‘eso decís todas, y luego…”: “La frase más típica es esa, el ‘ya cambiarás de opinión”.

La destaca también María. Tiene 20 años más que Rebeca, 44, y describe su historia como un “tópico”: “Durante, digamos, mi periodo de fertilidad, yo estaba en un proceso de crecimiento personal y profesional. Fui cambiando de trabajo, de pareja, e incluso de país, buscando una estabilidad laboral que no llegó hasta los 37”. En todo ese periplo tener hijos “existía como opción en el horizonte, pero iba cumpliendo años y no era una ilusión y sí un inconveniente tal y como tenía constituida mi vida”.

Esa falta de interés cambió en un momento en torno a los 40. “Nunca he sabido si fue real o social, pero era ese ‘¿y si me voy a perder algo?’ Como toda aventura que dejas pasar”, rememora. Y ahí sí lo pasó mal, porque su pareja de entonces tenía muy claro que no. “Yo quería al menos intentarlo, no fertilizarme; sé lo duro que es por amigas, y mi deseo no era tan fuerte. Nunca se produjo y fue un año complicado. Esa sensación de si me he perdido algo alguna vez me persigue pero se va diluyendo, y es lo que me hace pensar que para mí era una construcción”. 

De anteriores etapas se acuerda de sus amigas y hermano con hijos, de sus tíos o abuelas y sus “¿y tú para cuándo?”, del “te arrepentirás”. También de cierta reivindicación de la maternidad como un valor que hace “que lo acabes percibiendo como que te falta algo. Sientes que se echa en cara y se utiliza como una orden”. Ella respondía que “ya veríamos”: “Lo desestimaba en público, fingía que no me afectaba. Pero te va calando”.

“Todo está pensado para cumplir esa expectativa”

Precisamente ese supuesto valor social que relata en primera persona María es una de las conclusiones de Mercedes Bogino, socióloga que ha investigado en su tesis lo que algunos medios han llamado 'movimiento NoMo' pero para lo que ella prefiere 'no maternidades'. Pasó cuestionarios a mujeres de entre 25 y 68 años que no iban a tener hijos ya fuese por no ser fértiles, por postergarlo –la imposición choca con la incertidumbre y la precariedad– o por no querer.

El porcentaje total de mujeres sin hijos en nuestro país oscila, según el estudio que se consulte, entre el 20 y el 30%. El de los casos debidos al tercer motivo, por falta de deseo, es el más minoritario, entorno al 5%, pero está al alza. Bogino analizó los estereotipos que le rodean: “Si no eres madre eres hedonista, no responsable. Hay incluso una tendencia neoliberal a pensar que no tienes compromisos sociales, aunque sí tengas otros”. Por ejemplo, descubrió que la no maternidad está muy ligada al voluntariado.

Bogino explica que las mujeres que eligen no ser madres establecen dos rupturas con las reglas: por un lado la de género; y por otro el mandato de parentesco, el deber de la dependencia, de cuidar y criar como las cuidaron y criaron a ellas. “Hay una sospecha, un fuera de lugar. Tienen que deconstruir muchos aspectos de su vida cotidiana. Todo socialmente está pensado para cumplir esa expectativa. Y aunque se va aceptando, a nivel familiar es como más se sufre”, recalca. 

Esta investigadora también entrevistó a hombres. La situación es diferente: “Aunque en algunas sociedades no eres hombre si no eres padre, su masculinidad se suele reedificar en el trabajo remunerado, no en la paternidad”. Influye el hecho de que no sienten una presión tan directa de la “fecha tope biológica” y tanto ellos como su entorno suelen considerar su tiempo más flexible. Pero eso está relacionado con otra invisibilización, la de la infertilidad masculina: “Aumenta con la edad y se ha ocultado históricamente. No se piensa ni se habla de ella”.

Están de acuerdo más o menos en esta idea tanto Álvaro como David, ambos rondando los 40 y con pareja. El segundo reconoce que siente que para ellos es una decisión que puede no ser tan irreversible. Cree además que se cuestiona “bastante menos a un hombre mayor que sea padre que a una mujer de la misma edad que quiera serlo. Y puede que sí que dé cierta tranquilidad saber que juegas con red”. Álvaro es consciente de que “también conlleva algún riesgo” ser padre tardío, pero admite no sentirse “en la misma posición que una mujer”.

Él siempre imaginó que cuando llegase a su edad “lo normal sería tener un hijo”, pero al verlo a su alrededor ya no ve las gratificaciones de la paternidad para sí y junto a su chica está en un estado de “decisión postergada”. A David le ocurre algo parecido: con su estilo de vida actual “no casa”. Ambos coinciden en otra cosa: el “¿y tú para cuándo?” y derivados lo han escuchado más en el grupo de amigos que en la familia.

Libertad y Thijs, de 35 años, tienen ya seis sobrinos y en su familia sí les repiten un “vosotros qué” que “cortamos rápido”. Tienen un truco: detallan que, por un problema ginecológico, se tendrían que haber puesto hace cuatro años. Y así les dejan en paz. Ella dice que oye mucho el “ahora es lo que toca” y, sobre todo, el “te crees muy guay por esto”: “No creo que quienes sí tienen o quieren tener hijos sean ni superiores ni inferiores a mí. Considero que cada persona tiene sus prioridades. Quiero hacer muchas cosas que no incluyen niños. ¿Se podrían hacer con niños? Sí. Pero en mis planes no entran”. 

Guerra de intereses o solidaridad

Una de las conclusiones de Clara Serra, filósofa y diputada de Podemos en Madrid, en su libro sobre retos y estrategias políticas feministas Leonas y Zorras tiene que ver con la compatibilidad tanto de ser madre como no con la libertad: “Si pueden vivir su vida las mujeres que no eligen la maternidad (…) existe a la vez, y por ello, la posibilidad de ser madres libres”. Es decir: reconocer y respetar todas las elecciones acaba siendo bueno para todas, y no, como a veces se plantea el asunto, una guerra de intereses.

Serra explica que, en una sociedad donde la maternidad se impone culturalmente (“yo siempre me fijo en esas niñas de 5 años que va con un carrito de juguete que obviamente no han elegido ellas sino quienes se lo han regalado, y toda la industria que les dice cuál ha de ser su destino”), el feminismo no puede olvidar ninguna de las dos reivindicaciones, ni la que pone la maternidad y sus derechos en el centro ni la de otras opciones sin hijos: “Apoyar tanto la desmitificación y otros tipos de maternidad como a las mujeres que no quieren ser madres es importante para todas. Para las que no quieren y para las que quieren ser madres de manera libre y decidida, sin sentirlo como una imposición”.

La chilena Lina Meruane percibió escribiendo Contra los hijos, un manifiesto a favor de esa decisión que también ella tomó, una complementariedad relacionada por la que llama a “colaborar solidariamente” y no “dividirnos”: si faltan referentes sobre maternidad, también sobre no maternidad. Creía muy difícil “deshacerse de la sombra del hijo no tenido”, y se dio aun más cuenta de la dimensión social por dos fenómenos que provocó el título: las críticas viscerales y la cantidad de gente en las presentaciones. De una de estas últimas, en Viña del Mar, se acuerda de un señor mayor que se acercó para comunicarle que tras escucharla iba a darle una vuelta a todo lo pesado que era con su hija.

Ella encontró en ambos lados algo de “soberbia”: “Hay mucha carga emocional, simplemente porque no está resuelto”. Meruane, aunque “ya nadie espera que los tenga”, lleva recibiendo muchos años acusaciones que identifica como de “egoísta, hedonista, genéticamente fallida”. Pero recuerda especialmente un episodio, vía Facebook con un amigo del instituto: “Yo entonces vivía en EEUU. Él tenía hijos, y al preguntarle por ellos me devolvió que si yo iba a ser como una de esas viejas gringas que los tienen cuando podrían ser abuelas. Fue una agresión, prejuiciosa y sin saber nada de mis circunstancias. Además, ¿qué le importa a nadie si una mujer al final fuese madre a los 50?”.

Justamente algo en lo que coinciden varias entrevistadas es que en el caso de finalmente cambiar de parecer, valorarían la adopción y el ser madres mayores, tras haber cumplido otros objetivos. La reflexión de Clara Serra también va en ese sentido: “Mirar la realidad con ojos críticos puede flexibilizar la estrechez y la diferencia con los hombres. Visibilizar y respaldar la pluralidad de formas de familias, que cada vez haya más posibilidades de maternidad, de ser madre mayor, adoptando, sola, con pareja femenina… creo que va a relajar la exigencia, esa pregunta constante que sentimos las mujeres, sobre todo a partir de cierta edad”.

“Se te va a pasar el arroz”

Todas las personas que comparten su experiencia con eldiario.es aseguran ser conscientes de que su posición puede fluctuar –o lo ha hecho– a lo largo de la vida, pero eso no la convierte en menos firme a día de hoy. Meruane incide en eso: “Claro que puedes cambiar de opinión, y querer otras cosas. Pero el problema es que te digan que estás equivocada, ese tono amenazante. Es una falta de respeto”.

Thalis, de 39 años, es la última en responder al email para este reportaje y también una de las que más ganas tiene de hablar. A ella le encantan los niños, ejerce de tía y participa en actividades con ellos, pero “de ahí a querer propios hay un abismo”. Un abismo en el que confluyen factores familiares (“haber sido hija de padres divorciados y responsable como hermana mayor”) y su estilo de vida. Ella suele decir “no creo”, porque si es sincera y tajante siente “rechazo, que no encaja”. Añade otra expresión con la que le han insistido, de boca de hombres y de mujeres: “Se te va a pasar el arroz”. 

“Parece como si nos comportáramos contra natura, y que no supiéramos realmente lo que queremos”, escribe. Ahora tiene pareja y afirma que a él no le han cuestionado “ni un décima parte” lo que a ella por no tener descendencia. También recuerda a un suegro que le pedía nietos “cada dos por tres”. Thalis comparte la frustración con su mejor amiga, de 50 años y sin hijos: “A veces le digo que estoy deseando cumplir 45 para que dejen de hacerme la pregunta de marras”.

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