El síndrome de Garoña y el fantasma de los residuos
“Bienvenidos al valle de Tobalina, paisaje cultural”, reza la señal. Tras superar el bello paisaje rocoso del embalse de Sobrón y la frontera de Álava con Burgos, una serpenteante y estrecha carretera con media docena de túneles naturales entre las piedras conduce hasta Tobalina, el municipio de 997 habitantes poco conocido por su cultura y más popular por albergar desde 1971 la ahora central nuclear más antigua de España, Santa María de Garoña. La torre y el enorme cubo que constituyen el corazón del reactor se divisan desde la distancia. Sólo la vista de algunos periodistas altera la apacible existencia en esta comarca del norte de Burgos 24 horas después de que el ministro de Energía, Álvaro Nadal, comunicara el cierre definitivo del “motor económico” del valle, en palabras de su alcaldesa, Raquel González (PP), que no oculta su “sorpresa” por el hecho de que haya sido su propio partido el que vaya a obligar a desmantelar la planta.
Garoña se halla en un meandro del río Ebro, todavía joven tras salir de Cantabria con destino al Mediterráneo. Un puente sobre las mansas aguas conduce al recinto, fuertemente vigilado y cercado incluso con concertinas. Llama la atención que Garoña lleve cinco años en parada y que las líneas de alta tensión del lugar sigan emitiendo sonidos de chispazos eléctricos muy audibles.
Antes de cruzar el puente, una patrulla de la Guardia Civil identifica a los periodistas como antes a otros muchos compañeros que se han dado una vuelta por el lugar en las últimas horas. En la otra margen, un guardia de seguridad privada es menos amable: “No pueden estar aquí. Tienen que ir al otro lado del puente. Es por su seguridad, por si hay un accidente”. Como si en la otra orilla no se corriera el mismo peligro en caso de “accidente”.
Yoduro potásico a montones
La seguridad es algo que tienen muy interiorizado en Tobalina, que consta de una treintena de núcleos de población en cuya plaza principal, sin excepción, se puede hallar siempre un cartel amarillo que señala el punto de encuentro en caso de evacuación. La cabecera del municipio es Quintana Martín Galíndez, el pequeño pueblo en cuyo centro cultural Mariano Rajoy prometió en 2009, siendo líder de la oposición, que con él en La Moncloa Garoña no se cerraría. Algunos periodistas conservan la chapa de apoyo a las nucleares que se repartió en aquella visita. Y los vecinos no la olvidan.
En la Casa Consistorial, González heredó al llegar al cargo de regidora un “armario de emergencias”. En él se encuentra un cajetín rojo que indica las mediciones de radioactividad y un sistema para activar la megafonía de todo el municipio para comunicar las posibles alertas. Además, hay un listado exhaustivo de “actuantes” con sus teléfonos fijos y móviles. Son las personas encargadas de poner en marcha el plan de seguridad, algunas de las cuales tendrían que coger su coche e ir pueblo por pueblo avisando de si toca evacuar como se les ha enseñado, si toca no beber agua por posible contaminación o si lo preceptivo es consumir una dosis de yoduro potásico, unas pastillas milagrosas que por la comarcan almacenan a montones y que aparentemente reducen el riesgo de cáncer en caso de fuga radioactiva.
“Para nosotros es algo natural”, apostilla González al explicar todos estos entresijos de la convivencia con una central potencialmente peligrosa. Y añade: “La seguridad es un tema que ha preocupado relativamente. Siempre hemos confiado en que se cumplían las medidas. No ha ocurrido nunca nada. Sólo simulacros”. En la ventanilla de atención al ciudadano del Ayuntamiento hay más folletos alertando de los riesgos del 'fracking' que sobre seguridad nuclear.
Predesmantelamiento y desmantelamiento
“Eso un peligro permanente”, replica a pie de calle Francisco, ya jubilado, señalando imaginariamente hacia la central nuclear. “Nos dijeron que hay autobuses en caso de evacuación. Yo cojo el coche y huyo”, abunda acariciando un viejo Renault granate matriculado en su San Sebastián natal. Francisco cuenta que una vez le invitaron a comer en el interior de Garoña y que lo encontró todo “muy limpio”. Lamenta, eso sí, que no le dejaran ver las famosas piscinas donde se enfrían los residuos.
Los residuos. Ése es el caballo de batalla. Garoña no producirá más energía (en realidad no lo hacía desde 2012), pero tardará en desaparecer del mapa de Tobalina. Amablemente, un técnico de la central detiene su vehículo tras salir del recinto para atender a los periodistas. Explica que lo ocurrido esta semana no es “ninguna sorpresa” para los alrededor de 400 operarios de las instalaciones y recuerda que Nuclenor (la empresa titular de Garoña, 50% Iberdrola, 50% Endesa) ya hace tiempo que había dejado de concebir aquello como un negocio viable. Este hombre explica que en los últimos años habían estado desarrollando proyectos “paralelos” tanto para la posible reapertura como para el escenario actual y asume que ahora “toca desmantelar”. Ese proceso costará varios cientos de millones de euros, hasta 600.
En realidad, matiza, el final de Garoña tendrá dos fases que, según el ministro Nadal, podrían conducir hasta más allá de 2030. Primero la propia Nuclenor realizará un “predesmantelamiento” con el personal de la casa. Después ya vendrá el “desmantelamiento” a cargo de Enresa, una sociedad pública especializada en residuos nucleares. Enresa, de hecho, ya está a punto de terminar un almacén en la propia planta para acoger esos residuos ante la frustrada intentona de centralizarlos en un ‘cementerio’ en Villar de Cañas. Un operario de OHL, la subcontrata de la obra, repara máquinas en el exterior de Garoña y asegura no conocer nada de lo que se cuece estos días en su interior. La prensa local apunta a que sí hay movimientos y a que se celebrará una reunión extraordinaria del comité de empresa ante la incertidumbre laboral para los trabajadores.
De los 400 empleados, unos 250 son de Miranda de Ebro. Otros muchos vienen de localidades algo mayores de los alrededores, como Medina de Pomar. En el pasado, la planta atrajo a técnicos extranjeros. Los menos son del propio valle, aunque algunos vecinos sí están en nómina de la central nuclear. Una de ellas es la esposa de Diego, el tabernero de Barcina del Barco, el núcleo de casas más próximo al reactor. Ella nació el mismo año en que el dictador Francisco Franco inauguró Garoña, 1971. Costó un mes traer el reactor desde la neerlandesa Rotterdam y el convoy llegó a romper algún edificio pegado a las estrechas travesías de la época. El Estado abonó 7.500 millones de pesetas por una infraestructura que ahora era irrelevante en el ‘mix’ energético español.
La mujer, que no quiere dar su nombre, reconoce que no sabe qué va a ser de ella y de sus compañeros y que ignora cómo va a proceder Nuclenor al predesmantelamiento. “No tengo ni idea”, repite visiblemente molesta por el cierre de su puesto de trabajo. “Para mí, hay más seguridad dentro de la central que fuera”. Detrás del bar, hay en venta una lustrosa casa de dos plantas con ático por un precio irrisorio. “Esto no ha supuesto para nada una depreciación de la vivienda”, garantiza.
Adiós al 50% del presupuesto
Su marido, Diego, tercia: “Ahora mismo no sabemos si van a impulsar una nueva industria o si nos vamos a tener que ir del valle. No hay interés por la gente que vive en la zona. El cierre es más político que otra cosa. Nadie, ni siquiera el Consejo de Seguridad Nuclear, ha dicho que Garoña sea insegura”. En Tobalina hay verdaderamente muy pocas trazas de la oposición mayoritaria que ha suscitado esta planta gemela a la que hace unos años sufrió un accidente en Japón, la de Fukushima. Hay muchas más pegatinas y carteles contrarias en Vitoria, a unos 60 kilómetros, que en cualquier pueblo de la zona de influencia. Es el síndrome de Garoña.
Y en el futuro, ¿qué ocurrirá en el valle? “Nos preocupa bastante el empleo, que las familias cuyo sueldo depende de Garoña busquen otras formas de vida y las expectativas que tenía mucha gente que trabajaba temporalmente para la central y que se quedaban aquí por ello”, comenta la alcaldesa, que sueña con que su municipio tenga un “desarrollo turístico” en los próximos años. Significativamente, junto a la central han instalado ya un panel con la docena de atracciones de la comarca.
González exige también al Estado un “plan de desarrollo de la zona”, pero pone condiciones. “Cuando estos planes se hacen desde fuera, a veces no responden a las verdaderas necesidades de la zona más afectada. Puede que sí lleguen ayudas, pero que lleguen a municipios del entorno pero alejados 30 ó 40 kilómetros y que la zona que durante 40 años ha albergado la central se quede ahí, aislada”, razona.
En el Ayuntamiento están verdaderamente muy necesitados de esas ayudas exteriores. Y es que la regidora reconoce que el 50% del presupuesto del municipio lo constituyen los ingresos de Nuclenor. La aportación de IBI (800.000 euros) desaparecerá, como también el IAE (390.000 euros). Al menos, se felicita González, que los residuos se queden en Garoña (son los que ya estaban, puntualiza) y no vayan a Villar de Cañas les hará mantener parte de los 400.000 euros correspondientes a la tasa de basuras. Y la zona perderá también un mecenas. Como comentan algunos vecinos y reconoce la alcaldesa, Nuclenor ponía dinero sobre la mesa en las fiestas patronales y en otros eventos culturales del municipio. “Sí que colaboraban, sí”.