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Delegar la humanidad

Isaac Asimov
4 de enero de 2025 21:27 h

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Leí recientemente una interesante entrevista con Howard Gardner, psicólogo estadounidense especializado en la educación y creador de la teoría de las inteligencias múltiples. Es sin duda uno de los expertos más influyentes en su campo, si no el que más. 

Al leer la entrevista hubo dos cosas que me llamaron especialmente la atención. En una de las fotos que ilustraban la entrevista aparecía Gardner en su despacho de la Universidad de Harvard. Era notorio el caos de su escritorio y del espacio entero, como ocurre en el mío. Es posible que compartir alguno de mis males con científicos tan relevantes como él no disculpe mis defectos, pero confieso que a mí me alivia. 

Más allá de descargar mi conciencia, lo que sí me pareció especialmente interesante fue la referencia de Gardner a que lo más importante no es si las máquinas serán más inteligentes [que nosotros], sino que protejamos lo que nos hace humanos. 

Estoy completamente de acuerdo, y mi preocupación más grande sobre el uso inapropiado de la inteligencia artificial viene precisamente de ahí, de que delegando en las máquinas lo que más nos distingue todavía de ellas, descuidemos lo que nos hace más humanos.  

Delegar es un acto intrínsecamente humano, una habilidad que permite transferir responsabilidades, tareas o decisiones a otros individuos, y ahora también a las máquinas. Cuando delegamos en la IA aquellas tareas que requieren habilidades cognitivas como el lenguaje, emergen interrogantes cruciales. Como advierte Yuval Noah Harari en Homo Deus: “Al delegar nuestras decisiones a algoritmos, también les cedemos nuestra autoridad y, en consecuencia, parte de nuestra humanidad”. 

Delegar ha sido clave para el desarrollo de sociedades complejas, y lo sigue siendo. El piloto de un avión que delega buena parte de las tareas de vuelo en un piloto automático o un cirujano que lo hace en un robot quirúrgico, pueden aumentar la eficiencia y eficacia del vuelo o de la operación centrándose en tomar decisiones y realizar acciones que pueden resultar más importantes, incluso críticas, aprovechando sus todavía singulares capacidades humanas frente a las de las máquinas. Sin embargo, esa delegación también puede debilitar las capacidades humanas al desentendernos de cuestiones que antes sí hacíamos. De hecho, se han constatado accidentes de aviación derivados de la falta del suficiente entrenamiento humano debido al pilotaje automático. A medida que se desarrolla la inteligencia artificial aumenta la importancia de lo que podemos llegar a delegar en ella. No se trata de que las máquinas hagan más y más trabajo físico, de cálculo o de manejo de grandes cantidades de datos. Podríamos estar delegando hasta el aprendizaje y el uso del lenguaje, lo que sí es muy grave. Estaríamos delegando buena parte de nuestra humanidad. 

Cuando las máquinas empiezan a sustituirnos en actividades intelectuales –como la resolución de problemas lógicos y matemáticos, la redacción de textos, su comprensión y el razonamiento sobre su contenido-, las personas podemos experimentar una pérdida de sentido de utilidad y, lo que aún es peor, podemos debilitar la capacidad real de hacerlo nosotros y utilizarlo para saber, saber hacer y crear. En lugar de ser agentes activos en la adquisición de conocimiento, el pensamiento y la creación, pasaríamos a ser observadores pasivos del quehacer de las máquinas. 

Delegar excesivamente en la inteligencia artificial no solo nos hace dependientes de la tecnología, sino que también puede atrofiar nuestras habilidades cognitivas o incluso evitar que se adquieran, algo especialmente preocupante en el caso de las futuras generaciones.

Si el desarrollo del lenguaje y la comunicación está en la base de nuestra capacidad para construir ideas, persuadir y entender el mundo, la delegación indiscriminada a la IA podría erosionar nuestra humanidad. 

En la medida en que ni podemos ni es positivo que detengamos nuestra capacidad de crear máquinas cada vez más capaces e inteligentes, la solución ha de ser cambiar la forma en la que se educa. Nuestros jóvenes y, sobre todo, las aún niñas y niños, han de ser formados más que nada en lo que nos hace singularmente humanos y no recibir una educación mecanizada. Mecanizada, no tanto por el uso de la tecnología sino por insistir empecinadamente en aquello que ya las máquinas hacen mucho mejor que nosotros: memorizar y reproducir lo así aprendido.  

La educación debe reforzar el pensamiento crítico, la ética tecnológica y la creatividad. Enseñar a programar, interpretar datos y trabajar con IA es importante, pero también lo es garantizar que los estudiantes sepan pensar y comunicarse sin depender de la máquina.  

Isaac Asimov decía que el aspecto más triste de la vida era que la ciencia gana en conocimiento más rápido de lo que la sociedad lo hace en sabiduría. Hoy esa tristeza puede pasar a ser una depresión crónica si la tecnología adquiere inteligencia a medida que nosotros perdemos la nuestra, hasta el punto incluso de deshumanizarnos. 

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