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Por qué la modernización de España tiene esos enemigos

Imagen de la anterior Asamblea Federal, en 2016.

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La semana pasada el Gobierno de España presentó el Plan de Recuperación, el cual estará dotado de 72.000 millones de euros y tendrá un alcance de tres años. Inmersos como estamos en el combate contra la pandemia y, al mismo tiempo, luchando por proteger a las familias trabajadoras de las inclemencias de la crisis económica, estos fondos extraordinarios son una gran noticia. 

España está atravesando su segunda gran crisis económica en una década, pero la principal diferencia entre ambas reside en el tipo de respuesta gubernamental. Hace diez años la respuesta de los Gobiernos nacionales y las instituciones europeas consistió en aplicar el programa neoliberal a partir de la consideración de que atajar el déficit y la deuda pública era la prioridad. Esta vez, sin embargo, tanto desde el Gobierno de España como, con más dificultad, desde las instituciones europeas, se han planteado sendas de actuación muy distintas. Tras diez años en los que la economía no terminaba de recuperarse y las consecuencias sociales amenazaban con hacerse crónicas, incluso economistas y gobiernos que defendieron la política neoliberal entonces ahora defienden una respuesta intensa desde el Estado. 

Los riesgos de haber continuado con la senda neoliberal eran demasiado altos no sólo para las principales economías del mundo sino también para el propio proyecto de la Unión Europea. No se trata sólo de los fundamentos económicos sino también de las repercusiones políticas y sociales. A lo largo de la última década, el crecimiento de la extrema derecha se ha sostenido sobre la frustración y rabia crecientes de determinados sectores sociales, y seguir alimentando ese caldo de cultivo sólo hubiera conducido a una deslegitimación adicional de las instituciones y, por ende, a una extensión del discurso xenófobo, nacionalista y reaccionario propio de la familia política neofascista. Sin embargo, este cambio de guion por parte de las instituciones europeas y Gobiernos nacionales no garantiza tampoco la neutralización de esa tendencia. 

En este momento la Unión Europea está atrapada en las contradicciones de su propia fundación. O es capaz de avanzar hacia otro modelo de integración regional, federal y solidario, con políticas fiscales y sociales comunitarias, lo que implicaría la desaparición del dumping fiscal y otras fórmulas de agresiva competencia entre países miembros, o las tensiones inherentes a la arquitectura institucional actual terminarán estallando económica, política y socialmente de una u otra forma. No debemos olvidar que dicha arquitectura promueve una dinámica económica con dos velocidades, en las que las diferencias entre centro y periferia se están agudizando y, de esa manera, se está dificultando cualquier hipotética consolidación de un sentimiento comunitario. Y todo ello en el contexto global de la disputa hegemónica entre China y Estados Unidos, que se está celebrando en diferentes dimensiones (comercial, tecnológica, política…), todas las cuales atraviesan a los países europeos.

La modernización que necesita España

Desde el comienzo de la pandemia el Gobierno de coalición ha dedicado sus esfuerzos a desplegar un escudo social con el que proteger a las familias trabajadoras y preservar al mismo tiempo el tejido productivo. Con todo, los fondos europeos no pueden servir sólo para compensar pérdidas generadas durante este período, sino que por su magnitud y orientación deben ponerse a disposición de la modernización de nuestra economía. La pregunta que corresponde hacerse es: ¿qué significado preciso tiene en este contexto el concepto de modernizar?

A partir del interés que aquí nos ocupa podemos definir la modernización como una estrategia de política industrial que aspira a diversificar y complejizar nuestro sistema productivo. El objetivo de este salto cualitativo es reducir las diferencias estructurales y, en particular, la renta per cápita, respecto a países del norte de Europa, como Alemania, todo lo cual no podría nunca conseguirse simplemente dejando el proceso de desarrollo en manos del mercado. Por eso caben algunas aclaraciones al respecto.

En primer lugar, toda economía no opera en el vacío sino dentro de unas instituciones sociales y políticas que, a su vez, dependen de las trayectorias del pasado. En este sentido, comprender el desarrollo histórico de nuestra economía nos ayuda a entender por qué en el presente, y con el soporte de los fondos europeos, debemos abordar algunas importantes reformas estructurales. No es este lugar para repasar la historia reciente de nuestra economía, pero baste señalar que el proceso de desindustrialización español, que se desencadenó con más intensidad a partir de los años ochenta, estuvo caracterizado por la desaparición gradual de las grandes industrias de los sectores maduros, tales como la siderurgia, pero también de muchas industrias de mediano tamaño, como la textil o de calzado, que no eran competitivas en el nuevo contexto internacional. La especialización productiva que devino después se caracterizó por una baja complejidad tecnológica y la excesiva dependencia respecto a unos pocos sectores, como el turismo o la construcción, que condicionan necesariamente la distribución de rentas y los niveles salariales. Los diferentes episodios de burbujas inmobiliarias, junto con las relaciones financieras establecidas entre los países con superávit comercial, como Alemania, y aquellos con déficit comercial, como España, permitieron a nuestro país disfrutar de niveles de crecimiento económico que llegaron a ser calificados de “milagro económico”. Al coste, eso sí, de ocultar la fragilidad subyacente de nuestra estructura productiva. 

En segundo lugar, el fenómeno aquí descrito dista mucho de ser específicamente español y puede ser extendido, con matices, a la periferia europea mediterránea (Portugal, Grecia, región centro-sur italiana y gran parte de España). Eso sí, algunas regiones del sur de Europa, como el País Vasco, Cataluña o el norte de Italia diseñaron sendas distintas que les han permitido disfrutar de fundamentos económicos más sólidos. No es casualidad que los indicadores económicos tradicionales (empleo, valor añadido, salarios…) sean mejores en esas regiones. Un proceso de modernización debe atajar estas asimetrías geográficas, puesto que las relaciones centro-periferia se dan entre países y también en el seno de los propios países. En nuestro país, ello significa que deben corregirse los desequilibrios territoriales entre la llamada España vaciada (donante de recursos y receptora de residuos) y la España llena o súper-llena (que absorbe energía, capital y recursos naturales).

En tercer lugar, no debemos entender la industrialización como una mera vuelta a las políticas públicas de épocas anteriores, como si tal cosa fuera posible o deseable. Aquí deben considerarse dos puntos. El primero, la situación del planeta no permite una estrategia de desarrollo que no contemple los límites ecológicos, de tal manera que cualquier estrategia de política industrial pasa por programas de transición ecológica y empleo sostenible, como es el caso del programa de Trabajo Garantizado. El segundo, una política industrial integral va más allá del sector secundario. No se trata sólo de manufacturas, sino que también abarca sectores como el primario o el terciario, puesto que de lo que se trata es de asumir que nuestra estructura productiva necesita una actualización, esto es, una adaptación a la economía-mundo del siglo XXI. En ese sentido industrializar debe significar una apuesta estratégica para que la competitividad de nuestra economía sea por la vía de la innovación de producto y no una competitividad vía precio. El modelo social que se deriva de una economía que hace de los bajos precios (y salarios) su atractivo es de sobra conocido y en absoluto deseable. Por lo tanto, la estrategia correcta es promover la innovación de producto entre nuestras empresas.

En cuarto lugar, la estrategia de política industrial es diseñada por los gobiernos, quienes además de invertir motu proprio en diversas partidas específicas (como I+D+i o educación) también establecen incentivos a la innovación tanto a través de sus instrumentos, fueran estos fiscales, financieros o de otro tipo, como también mediante el diseño geográfico: desde hace décadas la economía del desarrollo ha desvelado que los modelos exitosos son aquellos que permiten la difusión de conocimiento entre empresas que operan en ecosistemas geográficos cercanos, tales como los clústers o hubs. 

En quinto lugar, lo anterior nos interpela acerca de la necesidad de disponer no sólo de buenos instrumentos sino también de buenos actores. La trayectoria histórica de nuestra economía ha ido cristalizando una cultura política y empresarial poco adecuada al momento histórico que estamos describiendo. En efecto, la evolución económica descrita anteriormente ha dejado poco protagonismo al tipo de actores empresariales que deberían ejercer el liderazgo en este momento, tales como empresas con alta intensidad tecnológica e internacionalmente competitivas. En su lugar, hay demasiado peso de un tipo de empresario dependiente de los concursos públicos y/o de la especialización productiva presente. Esas inercias y trayectorias del pasado pesan demasiado en la toma de decisiones, incentivan el mantenimiento de redes clientelares y promueven conflictos de interés entre los horizontes estratégicos y la actitud típicamente cortoplacista del rentista; algo que el Gobierno sólo puede resolver si una parte de la clase empresarial, la más dinámica y viva, forma parte de la solución.

En definitiva, lo que estamos discutiendo aquí es el lugar de España y, en parte, de la Unión Europea, en la nueva división internacional del trabajo. Vivimos en una economía-mundo en la que en las últimas décadas se han integrado más de mil quinientos millones de trabajadores como fuerza de trabajo mundial procedentes sólo de China e India. Ese hecho tiene históricas consecuencias sobre las que apenas se reflexiona públicamente. Asimismo, las cadenas globales de valor han evolucionado describiendo no sólo las jerarquías tecnológicas sino también las relaciones de poder entre las grandes potencias internacionales. Y de telón de fondo tenemos un planeta exhausto que cuando llega el mes de agosto ya ha agotado los recursos naturales que puede regenerar anualmente. En ese contexto, entendemos que las posibilidades de España pasan por los puntos aquí descritos someramente. Pero sabemos, también, que como ha ocurrido tantas veces a lo largo de la historia, cualquier programa modernizador encuentra firmes adversarios.

La reacción de la derecha

En esta tesitura, ¿qué dice la derecha sobre la modernización de España? ¿Se opone a los argumentos esgrimidos más arriba? A tenor de las preguntas que los grupos parlamentarios de derecha hacen en la sesión de control no es posible concluir nada en absoluto. De hecho, hace unas semanas Pablo Casado convocó a todos los embajadores de la Unión Europea para explicarles cuál es su programa: desacreditar al Gobierno. Es más, el líder del PP ha anunciado que denunciará al Gobierno ante Bruselas para que los 72.000 millones de euros del Plan de Recuperación no lleguen a España. No parece que haya un programa de modernización detrás de estas acciones, ni tampoco responsabilidad o lealtad institucional. Sólo se percibe una táctica cortoplacista ideada para disputar votos a la extrema derecha.

En realidad, la derecha política de este país es inane y está vinculada a una herencia histórica según la cual, cada vez que nuestro país se ha visto en la tesitura de elegir entre el progreso social o los privilegios, ha puesto todo su empeño en mantener lo segundo. Su único programa en este momento es desgastar al Gobierno de coalición y, en la medida que sus partes constituyentes están insertas en una guerra fratricida por ver quién es más radical y ultranacionalista, están extendiendo la crispación social y política por toda la capilaridad social. Toda su estrategia consiste, básicamente, en denunciar que la “anti-España” está gobernando y que eso no es permisible –percibiéndose así, con claridad, la ausencia de matriz democrática en la derecha española-. Pero no hay ninguna alternativa económica ni política.

El problema adicional es que la derecha política ha decidido dejar el principal protagonismo a la derecha sociológica inserta en las instituciones de una parte del país. Cuando la presidenta de la Comunidad de Madrid dice que el programa del Gobierno de coalición será detenido por ella, el poder judicial y el rey está diciendo mucho más de lo que parece a simple vista. Y de la misma manera que durante décadas la derecha retorció las instituciones públicas para su propio beneficio, como han acreditado decenas de sentencias condenatorias en casos de corrupción y también las redes mafiosas dentro de la Policía Nacional que tenían como objetivo destruir pruebas judiciales y espiar a los rivales, ahora la derecha política se vuelve a parapetar tras otras instituciones, específicamente el poder judicial y la monarquía, para esta vez desestabilizar un gobierno legítimo. 

Obsérvese, sin embargo, que derribar al gobierno legítimo a cualquier precio y rechazar cualquier diálogo con el mismo es también renunciar a modernizar España. Por eso no podemos olvidar que cualquier proyecto de modernización encuentra resistencias entre quienes se sienten perjudicados. Eso es exactamente lo que sucede con una parte de nuestra clase empresarial y de nuestra clase política. 

En coherencia con lo aquí escrito, los firmantes de este artículo creemos que la izquierda no puede desviar ahora su programa ni su proyecto político. Hay un Gobierno de Coalición por primera vez en la historia democrática reciente, con presencia en el Consejo de Ministros de la izquierda transformadora que representamos junto con otros compañeros y compañeras del espacio de Unidas Podemos, y tenemos que abordar enormes retos. No obstante, si en las próximas semanas logramos sacar adelante los Presupuestos Generales del Estado estaremos en condiciones de iniciar un proceso de reconstrucción y modernización de nuestro país que tiene varios vectores necesarios: económico, social y territorial. Tendremos que repetirlo una y otra vez: la senda abierta por el Gobierno de coalición es la única viable. Eso no quiere decir que vaya a ser fácil, ni mucho menos. El hecho mismo de que iniciemos esa andadura dejará a la derecha política colgada de la brocha de sus excesos verbales. 

No obstante, somos conscientes de que la esperanza del país reside en las decenas de miles de personas que militan en nuestras organizaciones y que comprenden, de la misma manera que nosotros, que España necesita aprovechar esta oportunidad. En estos tiempos es más necesaria que nunca toda esa militancia que de manera desinteresada dedica tantas energías a mejorar nuestro país. En este sentido, los aquí firmantes queremos agradecer a la militancia de Izquierda Unida su compromiso histórico y saludamos el proceso asambleario que tendrá lugar durante los próximos meses: estamos convencidos de que los debates y conclusiones que de allí saldrán servirán para reforzar una trayectoria de justicia social en España.

Nosotros nos sentimos depositarios de una larga tradición de lucha democrática en España. Somos herederos de quienes lucharon por el sufragio universal, de quienes pelearon la jornada laboral de ocho horas, de quienes defendieron la democracia republicana frente al golpe de Estado, de quienes desde la generosidad apostaron por la unidad popular y los frentes amplios, de quienes combatieron al fascismo y al nazismo, de quienes conquistaron la libertad con enorme sufrimiento y de toda la tradición republicana y federalista que albergó en su corazón la idea de una España plural y diversa. Cuando asumimos nuestros cargos aceptamos esa responsabilidad, y queremos renovar nuestra voluntad de contribuir a la tarea histórica de hacer de nuestro país una democracia avanzada y moderna. 

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