Quitar la mordaza a las libertades
La Ley Orgánica de Seguridad Ciudadana ha sido una norma polémica desde el mismo momento en que fue aprobada por las Cortes Generales en 2015. La permanencia de esta ley en nuestro ordenamiento jurídico ha sido cuestionada, al menos en su integridad, y, ahora, desde el Gobierno de Pedro Sánchez, que ha anunciado su modificación a través del impulso del Grupo Parlamentario Socialista.
Ahora bien, la actividad de protección de la seguridad pública constituye una de las funciones básicas del Estado, que mediante el monopolio de la coacción legítima garantiza las condiciones materiales para que pueda desarrollarse la convivencia y la vida social políticamente organizada. En este sentido, el artículo 104 de la Constitución, establece la dependencia directa del Gobierno de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad, que tienen como misión proteger el libre ejercicio de los derechos y libertades y garantizar la seguridad ciudadana.
Pues bien, es precisamente en la ley en donde se tienen que recoger las “habilitaciones” para que la policía pueda intervenir en situaciones concretas. Así, por ejemplo, la policía no puede “retener” a un ciudadano al que un agente ve salir de un bar “por si va a coger el coche”: tiene que darse una situación de peligro suficiente (por ejemplo, embriaguez), y la potencialidad de producirse un daño a las personas o los bienes (si pretende circular borracho y no solo dormir dentro del vehículo). Claro está que no es posible prever en la ley todos y cada uno de los supuestos de peligro, y son admisibles las equivocaciones: si se avisa a la policía por unos ruidos procedentes de una vivienda, y los agentes, una vez informados de que allí vive una mujer, comprueban que son lamentos reales y penetran en la vivienda, esta entrada no es ilegal si al final resulta que solo se trataba del llanto del hijo pequeño de la mujer.
El legislador ha intentado reducir ese margen de discrecionalidad policial, con muy poco éxito en esta polémica ley. En efecto, en el artículo 16.2 se dispone que las autoridades gubernativas «adoptarán las medidas necesarias para proteger la celebración de reuniones o manifestaciones y de espectáculos públicos», sin que queden determinadas cuáles son esas medidas concretas medidas que se pueden adoptar quedando, por tanto, a la discreción de la autoridad administrativa. La prevención y protección frente a las amenazas a los derechos y libertades de los ciudadanos se solapan en esta ley con medidas que conducen a una restricción de las propias libertades y que desprenden un tufo represivo que hace inevitable retrotraerse a los viejos tiempos en donde en España estuvo vigente la llamada la “cláusula de orden público”. Una “técnica” jurídica que parecía que definitivamente habíamos conseguido erradicar del ordenamiento democrático en cuanto que implica un “apoderamiento” indiscriminado a las autoridades policiales en la restricción del libre ejercicio de los derechos fundamentales. Pero, es aún más sorprendente que llamándose esta ley de Seguridad Ciudadana, el legislador se haya olvidado a lo largo de todo su articulado de desarrollar este concepto constitucional para, en cambio, volver a echar mano de ese viejo orden público preconstitucional.
En texto de la Ley, “el mantenimiento del orden público” en los casos así del ejercicio por los ciudadanos de la libertad de manifestación, justifica que las infracciones muy graves puedan ser sancionadas con multas de 30.001 a 600.000 euros, cuando se producen ante instituciones como el Congreso de los Diputados. ¿Qué reducción del margen de apreciación hay cuando en la ley se sanciona algo que es tan discrecional como “incumplir las restricciones de circulación peatonal o itinerario con ocasión de un acto público, reunión o manifestación”?
Y es que si la idea del “orden público” se erige de nuevo en la base y el presupuesto de la intervención policial, incluso en ámbitos de la actividad administrativa tan distintos como pueden ser el de la sanidad, el urbanismo o el medio ambiente, no sólo estaremos retrocediendo muchos años, sino que con esa renovada apelación al “orden público”, paradójicamente se provocarán nuevas situaciones de inseguridad (instrumentales y subsidiarias) para justificar cualquier tipo de restricciones administrativas a las libertades públicas y a los derechos fundamentales.
En una democracia avanzada no se puede tolerar que en su ordenamiento tenga cabida una norma que, como esta, amordaza las libertades de los ciudadanos; de unos ciudadanos que deciden expresar y manifestar sus opiniones e ideas, incluso protestando vehementemente en la calle. Quitemos esta mordaza a las libertades públicas, porque, en fin, y como señaló John Rawls en su Teoría de la justicia, la idea de la democracia es la idea misma de la deliberación.