El año que viviremos peligrosamente
Desde la doble crisis financiera y económica de 2008 y 2011, los acontecimientos traumáticos no han escaseado en Europa: el Brexit, la crisis migratoria, la pandemia, la guerra de Ucrania, la crisis climática, la urgencia de la transición energética, la expansión de nuevas tecnologías disruptivas, etc. Algunos de estos problemas han tenido respuestas adecuadas de la Unión Europea; otras no. La frase tan repetida de Jean Monnet (“Siempre he pensado que Europa se formaría en las crisis, y que sería la suma de las soluciones que aportáramos a esas crisis”) sólo se ha confirmado a medias. No hay que abusar de ella como consuelo rutinario.
Hoy es urgente una nueva politización europeísta, un nuevo impulso de innovación, de integración política e institucional, y de renovación generacional. De lo contrario, las cosas pueden ir muy mal en Europa. En conjunto, la actual acumulación de crisis plantea un interrogante existencial a la Unión Europea, que el regreso de Trump a la Casa Blanca ha acentuado.
La Unión Europea, que muchos vemos como una fórmula de salvación insustituible, se aproximará en 2025 a una hora de la verdad. Enrico Letta decía hace unos días en X-Twitter que “la brutalidad de Trump quizás nos obligue a enfrentarnos finalmente a la verdad. Y lo cierto es que fragmentados en 27 todos somos países pequeños en un mundo de gigantes. Sólo integrados a nivel europeo podremos, en términos económicos, hacer frente a Estados Unidos y China”. Forzando el optimismo, añadía Letta: “Quizá Trump sea un federador de Europa, obligándonos a hacer cosas que en otra situación no haríamos. Nosotros, los europeos, debemos decidirlo”.
En un reciente artículo, un grupo de opinión de Barcelona ('Treva i Pau') planteaba con crudeza este actual dilema europeo: “En los siglos venideros los libros de historia dirán una de esas dos cosas: o que los países europeos, después de medio milenio de dominar el mundo, se suicidaron con las dos guerras mundiales, alcanzando 'el fin de la historia'; o que con la unión política fueron capaces de protagonizar un nuevo Renacimiento y convertirse en una gran potencia en un mundo multipolar. Para Europa es la cuestión existencial: ser o no ser”.
Añadía el artículo que “Alemania y Francia, como las dos principales potencias de la UE, están llamadas a dirigir esta empresa”. Sin embargo, esta referencia al eje francoalemán, canónica durante décadas, también hoy está en crisis: este motor está gripado. Francia, con una crisis fiscal histórica, sufre su peor situación de inestabilidad política desde el inicio de la Quinta República. Alemania pierde fuelle económico y político, dramáticamente. En ambos países planea la amenaza del nacionalpopulismo y del autoritarismo iliberal.
En este contexto de vulnerabilidades, amenazas e incertidumbres, no es posible hacer pronósticos sobre el futuro de Europa. Hay algo, sin embargo, que es evidente: el actual auge de los nacionalismos, hoy visible en prácticamente en todos los países de la Unión Europea, representa un peligro creciente. Los nacionalpopulismos prometen el retorno al viejo mundo de las soberanías y de las fronteras, pero en realidad proponen una quimera que conlleva un doble riesgo: de ineficiencia y declive (las efectos del Brexit ahí están, a la vista), y de divisiones y confrontaciones intraeuropeas, en un mundo de crecientes rivalidades geopolíticas.
En Europa, las disputas nacionalistas han causado inmensas catástrofes durante siglos, la muerte de millones de jóvenes. Ni como farsa deben repetirse aquellas tragedias. Solemos caer en el tópico de asimilar el realismo a una aceptación resignada, fatalista y pasiva de la historia. Pero hoy es obvio que ser realista en Europa significa exactamente lo contrario. Significa tener presente que con todas sus contradicciones, el proceso de unidad europea ha asegurado décadas de paz que no deben darse por amortizadas. Significa darse cuenta de que la situación a la que nos enfrentamos en nuestro continente es sumamente peligrosa, y que debemos hacer lo necesario para modificarla políticamente.
Lo que hoy necesita Europa, con urgencia y por encima de todo, es una nueva generación política de jóvenes que sean auténticamente realistas, y en consecuencia ambiciosamente europeístas. Lo que debería hacerse está bastante claro. En los últimos tiempos se han publicado tres informes (del antiguo primer ministro italiano Enrico Letta, del expresidente del Banco Central Europeo Mario Draghi y del expresidente finlandés Sauli Niinistö) que trazan unas pistas concretas. Los tres señalan un mismo objetivo: frenar el posible declive mediante un enfoque europeo común, con una mayor integración política e institucional. El reto, considerable, es llevar a cabo un programa europeo de renovación y de transición que asegure un triple objetivo de productividad y eficacia económica, seguridad social y libertad política.
De lo contrario, el panorama será siniestro. Ahora bien: los jóvenes europeos ¿son conscientes del peligro? Toda nueva generación tiende al adanismo, una actitud saludable siempre que no se aplique estrictamente, al pie de la letra. La frase “Not to trust anyone over thirty” (“No confiar en nadie de más de treinta años”) se hizo muy popular en el movimiento estudiantil norteamericano contra la guerra de Vietnam, en los años sesenta del siglo pasado. Era de Abbie Hoffman, uno de sus líderes. Se supo años después que cuando repetía aquella frase sobrepasaba con creces la treintena.
Yo casi la triplico, pero a pesar de la desconfianza que doy por supuesta, no puedo evitar dejar constancia de un aviso y de un deseo de año nuevo. Hay peligros en el horizonte y sólo la política podrá salvarnos de los que en Europa nos acechan. Desearía, para el año 2025, el surgimiento, ni que sea incipiente, de una nueva generación política sin fronteras, que impulse un nuevo y ambicioso europeísmo. Por puro realismo.
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