Cifuentes y el aplomo
En un primer momento pensé que lo más sorprendente del caso Cifuentes era que ella, que estaba sometiendo a la Universidad Juan Carlos I a un brutal e inmisericorde proceso de descrédito que pagarían en el mercado laboral miles y miles y miles y miles y miles – se dice pronto - de estudiantes absolutamente inocentes, fuera nada menos que la Presidenta de la Comunidad de Madrid y por tanto la mayor responsable de su sistema universitario. Ella, que debía proteger a la universidad, era quien la estaba destrozando. En vivo y en directo, delante de todo el mundo. A conciencia.
Luego lo pensé mejor y concluí que no, que lo más impresionante del caso Cifuentes era la absoluta incapacidad demostrada por el sistema público de títulos y homologaciones para hacerse valer y para demostrar que este país, con todo, sigue mereciendo la pena. De lo que en el juicio se ha absuelto a Cifuentes es de inducción a cometer un delito. Eso, el delito penal, no se ha podido demostrar y – en lo que, contra todas las pulsiones que a uno lo arrastran, no deja de ser una victoria de ese magnífico logro que denominamos “Estado de Derecho” – es de eso y solo de eso de lo que ha sido absuelta. Pero en el camino ha quedado judicialmente comprobado - bajo la rúbrica de “hechos probados”, primero, y bajo la de “fundamentos de derecho”, después - el tejemaneje vergonzoso, la corruptela despreciable y el miserable abuso de poder consistente en recibir, por su posición política, un título académico que al resto de los ciudadanos nos cuesta años y años de trabajo. De esa vulgar y grotesca trapacería no ha quedado ni la más mínima duda. Y, sin embargo – esto es surrealista - mantiene el título. Tres jueces declaran que una señora ha logrado un Máster oficial, homologado por el Ministerio, sin presentarse a clase, sin hacer exámenes, sin que el acta esté en el archivo de la universidad, y gracias a que una funcionaria – “a pesar de que no tenía competencias para hacerlo”, dicen textualmente los magistrados – entró en el sistema años después y modificó la nota… y no pasa nada. Mejor dicho, sí pasa: esa señora, lo primero que hace cuando tiene en sus manos el acta falsificada de su inexistente Trabajo de Fin de Máster, es mentir a todos los españoles. Tardó unos 15 minutos.
Por eso de nuevo lo volví a pensar y concluí que no, que lo más anonadante del caso Cifuentes es el lugar en el que deja a algunos políticos y partidos de este país. Una mujer que se graba un vídeo esgrimiendo ufana el acta de un TFM universitario que ella sabe a ciencia cierta que es completamente falso, y que lo primero que tiene el valor de decir, con voz compungida y mirada y tono lacrimógenos, es: “para mí esto, no os lo voy a negar, personalmente ha sido muy duro, yo he pasado un día muy difícil”. Y sigue: “pero también os digo que, a mí, las dificultades, lo que me sirven es para trabajar todavía con más fuerza”. La corrupta tramposa y la holgazana que no pisó un aula y a la que regalaron su máster se presenta como víctima y como currela. Hace falta valor.
Muchas veces me pregunto si parte de la clave de la corrupción en este país no tiene que ver con la textura personal, humana, de ciertos perfiles psicológicos. Se requiere mucho cinismo, mucho cemento en el rostro, mucho arte y mucha sociopatía escénica para mentir con un aplomo y una seriedad como la que demuestran los Rato, las Cifuentes, los Granados y demás deslumbrantes ejemplos de mentiras limpias, explícitas, fascinantes en su propia y fulgurante falsedad, mentiras tan extraordinarias que todo el mundo sabe – el mentiroso, el cámara, el periodista, el jefe de filas, el asesor, los votantes del partido, los votantes rivales, los corresponsales extranjeros… absolutamente todo el mundo – que son olímpicamente mentira. Porque mentir, para una persona normal, no es fácil. Cuesta. A usted y a mí, cuando mentimos, se nos nota. Lo pasamos mal, nos ponemos nerviosos, temblamos. Esta gente no. Esta gente se ha convertido en otra gente, en otra dimensión, en otra cosa que no somos nosotros.
Miren el vídeo de Cifuentes mintiendo a todos, en especial a sus votantes. Es un espectáculo digno de ver: qué desenvoltura, qué seguridad, qué saber estar en la mentira. Con eso, sospecho, no se nace. Se entra en política con 20 años y se va aprendiendo el oficio. No todos, ni de lejos, pero algunos, más en ciertos partidos, parece que hacen, ahora sí, todo un máster. Un doctorado, más bien. Al principio, los primeros cursos, no son capaces, son como nosotros, los ciudadanos de a pie. Porque nosotros, todos, a izquierda y derecha, arriba y abajo, creemos en un mundo en el que la verdad y la mentira existen. Un mundo en el que, si mientes, traicionas. Un mundo en el que, precisamente por eso, existe la vergüenza, una emoción que nos recuerda que todavía seguimos sujetos a las reglas de lo cierto y lo falaz, y por tanto del bien y del mal. Por eso nos sigue importando la verdad, porque seguimos asumiendo que mentir es faltar al respeto más elemental a los otros. Por eso nos avergonzamos. Porque la vergüenza, en su sentido moral, tiene que ver con la verdad y por tanto con el respeto. Por eso a los mentirosos el idioma los denomina “sinvergüenzas”, porque el idioma es muy sabio y porque eso es exactamente en lo que se acaban convirtiendo muchos y muchas, en sinvergüenzas de altura, cuando culminan su peculiar máster y acaban viviendo en un mundo paralelo en el que no hay verdad ni mentira, en el que todo vale y en el que, por tanto, no existe la vergüenza.
Por eso, al final, tras darle muchas vueltas he acabado concluyendo que no, que lo más apabullante del caso Cifuentes tiene que ver con el deterioro brutal que provoca en la percepción de eso que, a pesar de todo, seguimos denominando “Justicia”, así, con mayúsculas. No me refiero a la mera administración de la misma por parte del Estado: policía, jueces, fiscales, etc. Me refiero a algo mucho más profundo, anterior y mil veces más importante: una idea o sentimiento que nos inculcan nuestros padres, desde pequeños, en todas las familias, a izquierda y derecha, arriba y abajo, y que tiene que ver con una intuición fundamental de dar a cada uno lo suyo, penalizar a quien engaña y evitar que los aprovechados, los caraduras, los tramposos y los delincuentes ganen la partida y pisoteen al resto, a los que cumplen.
Es esa intuición, universalmente compartida, la que se disuelve en la conciencia de los ciudadanos cuando, atónitos ante casos así, comienzan a preguntarse si lo que ocurre a su alrededor no será que fue a uno mismo al que engañaron o inculcaron ideas absurdas y trasnochadas, sus propios padres, también engañados, cuando le decían aquello de “esto no está bien” y “hay cosas que no se hacen”. Que quizás es que esa idea o intuición no es en absoluto universal, sino una suerte de engañabobos que nos hacen creer a la mayoría – los honrados, los incautos – para que toda esa sarta de bribones, mentirosos compulsivos, embaucadores y charlatanes con un aplomo tan espectacular que cuesta imaginar siquiera los contornos de su verdadera magnitud vengan con su máster regalado, limpios de polvo y paja, con dos periodistas querellados por el camino, una profesora con la carrera destrozada, una universidad pública con el prestigio reducido a añicos, dos botes de crema robados en el bolsillo y un traje de Chanel, y se atrevan, desde el espléndido pedestal que les ofrecen en un programa de televisión, a darnos lecciones de vida y de honradez y de talento y de mérito y de valía mientras intelectuales de pacotilla, plumillas a sueldo y analistas que jamás entenderán nada ni profundizarán nunca más allá de la literalidad del BOE nos suelten eso de: “es el Estado de Derecho, amigo”. No, perdonen. Es una estafa como una catedral y ustedes la están justificando. Eso es todo.
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