El feminismo no necesita una Biblia
Cuando en primaria me preguntaron si creía en Dios no supe qué contestar. La profesora me miró con desdeño y en vez de darme la ficha para dibujar que todos los niños estaban coloreando, me entregó una que tuvo que recuperar de su archivador, y en la que ponía algo que entonces no entendí: “testigo de Jehová”.
Después de contárselo a mis padres, jamás volví a esa clase. Ellos pidieron al director del centro que me inscribiera en algo que a mediados de los noventa, en mi colegio de Almería, no existía. Alternativa a la religión éramos el conserje, Toñín −el único y verdadero testigo de Jehová de 1ºA− y yo. Dos veces por semana nos llevaban a la biblioteca, y allí los dos niños raritos mirábamos cuentos o dibujábamos los nuestros propios en una libreta.
Pocas veces le pregunté a mi madre por Dios. Al principio me daba vergüenza responder a mis compañeritas de patio que yo no estaba bautizada o que no haría la comunión. “¿No tienes una Biblia?”, creo que me preguntó Patricia, la de los bocadillos de sobrasada y las felpas gigantes. “Mamá, ¿no tenemos una Biblia?”, creo que pregunté yo algunas horas más tarde en casa. “Cuando seas mayor, podrás elegir la que tú quieras. Tú decidirás en qué crees y en qué no. Pero lo has de encontrar sola”, creo que respondió ella, con una frase grandilocuente y como de película, que lo más probable es que mi imaginación haya deformado con el tiempo.
Lo que no me he imaginado es que la duda cayó sobre mí desde muy niña. ¿Cuál sería mi religión? ¿A qué libro sagrado me acogería? ¿De verdad necesitaba una Biblia para guiar mis convicciones, mis miedos o mis sueños? Sí, la necesitaba. Y no tardaría mucho en encontrarla. Fue precisamente en la biblioteca del colegio donde me topé por primera vez una viñeta de esa niña. Una que no me gustó mucho porque hablaba raro y se creía mayor. Una que era diferente a todos los libros de aquellas estanterías repletas de ejemplares de Barco de Vapor. Pensándolo ahora, resulta raro que en un colegio como aquel, en el que prácticamente tuvieron que inventar una alternativa a la religión a la medida de dos pobres almas de seis años, pudieran esconderse las páginas transgresoras y divertidas de quien se convirtió en mi profeta: Mafalda.
Mafalda, ¿feminista?
Conocía su lazo, su vestido, su pelo abultado y su pavor a la sopa. Los había visto en los librillos por fascículos que mi tía Belén guardaba en su estantería, cada uno de un color, y que desde entonces yo trataría de leer y de memorizar cada vez que iba a visitarla.
Me obsesioné. Quería ser como ella. Una chica fuerte. Una chica que no era como las otras chicas. Quería hablar de política y de arte. Quería su mala leche. Y quería convertirme en Mafalda y Libertad, pero nunca en Susanita o Raquel. Fue la mañana de Reyes de mis ocho años, cuando una edición verde y gruesa de Todo Mafalda apareció entre los regalos. “Así ya tienes tu Biblia”, me dijo mamá. Satisfecha, agradecida, anoté con bolígrafo violeta en la primera página: “Este libro pertenece a Luna, no lo toques”. Luego lo guardé debajo de la cama, para leerlo cada noche antes de dormir.
Como ocurre con toda creencia religiosa −incluso la mafaldiana−, llega un punto en nuestras vidas en el que toda idolatría se pone en duda. En mi caso, ese punto culminó veinte años después de romper el papel de regalo que contenía Todo Mafalda, es decir, hace tan solo unas semanas. Estalló cuando abrí Femenino singular, de Quino, una exquisita edición de Lumen que recoge algunas de las mejores viñetas de Mafalda a propósito de temas como el feminismo o la liberación de la mujer en la sociedad argentina de los sesenta y los setenta. Estaba tan emocionada al leerlo, que me dio un vuelco al corazón cuando página tras página no pude dejar de repetir una misma pregunta. ¿Mafalda es feminista? ¿De verdad que lo es? Pero, si lo fuera, ¿diría esto que acaba de decir? ¿Se puede ser feminista si se habla desde una crueldad como la que la niña vierte contra su madre Raquel o contra Susanita?
“Qué preguntas más estúpidas”, me dije luego, después de pensarlo mucho y de agobiarme ante la idea de que el personaje de ficción que durante décadas mejor ha representado el inconformismo, la inteligencia, la valentía y las luchas feministas contemporáneas −raro es, como destaca el prólogo a esta edición, no toparse con la cara enfadada de Mafalda diciendo “¡Basta!” en manifestaciones− pudiera estar resquebrajándose. Quizá mi problema, como el de los fanáticos creyentes, fue pensar que Mafalda nunca cometería errores. Y vaya si los cometía. En la mayoría de viñetas relacionadas con el trabajo de ama de casa de su madre, la niña la culpa, desde una superioridad moral corrosiva. Le pregunta cosas como “¿qué harías si tuvieras vida?” o insulta su capacidad intelectual cuando Raquel le habla de sus estudios y de que los tuvo que dejar para dedicarse a su familia. Mafalda resulta tremendamente molesta en esas páginas. Sus chistes no hacen gracia. Sus chistes arremeten contra quien no tiene la culpa de esas escena: pensar que su madre es un fracaso en vez de atacar al padre, o a las instituciones públicas, o al patriarcado, en general, es su gran error.
“Mafalda no es tan feminista”, me respondí. Y es justo ahí donde reside la genialidad y la vigencia de la creación de Quino cincuenta años después. El que escribe y traza desde una óptica contraria al machismo es él. Por fin lo supe: ver a la niña atacando a su madre o a su mejor amiga por sentirse cómodas representando unos clichés también es autocrítica a ese clasismo y a esa superioridad moral con la que miramos las decisiones que tome una mujer, incluso cuando nos creemos abiertos y comprometidos. Y la vergüenza que siente Mafalda hacia cualquier comportamiento asociado a lo femenino sólo es la prueba de con qué fuerza nos torturamos las mujeres si no llegamos a cumplir con las expectativas. Entonces: Mafalda, ¿feminista? No lo tengo del todo claro. O tal vez: Mafalda, ¿necesaria? Sí, sin duda.
Así, Femenino singular me lo ha recordado. Por todas esas dudas que genera sobre mí misma, Mafalda sigue siendo una Biblia. El más honesto de todos los libros sagrados. El que debemos mostrar a los niños nada más empiecen a leer, para que cuando alguien indiscreto les pregunte si creen en Dios, ellos puedan decir que creen ciegamente en no cegarse, en mirar al mundo con ojos escépticos, en juzgar, pero sin dañar al otro o sin imponerle unas normas, un sueño, una lámina de colorear.