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La gran potencia de la vida

Imagen de archivo de un reportaje sobre el manicomio de Bétera
9 de septiembre de 2021 22:29 h

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En 1986 se decretó el cierre de los manicomios en España por sus malas prácticas y por fomentar la deshumanización de los pacientes. De un día para otro, las 200 mujeres que habían sufrido durante décadas el encierro y el maltrato en el espeluznante Manicomio de Santa María de Jesús en Valencia fueron trasladadas al Hospital psiquiátrico de Bétera. No llevaban nada consigo, ni una maleta. Ni sus historias. No sabían ni sus propios nombres. Algunas habían estado 30 años encerradas. La joven doctora María Huertas Zarco, activista antifranquista en su universidad e incipiente feminista, médico residente en Bétera en ese entonces, las vio llegar como espectros, mujeres sin memoria ni identidad, despojadas de sus recuerdos y su vida anterior a fuerza de electroshocks, humillaciones y medicación extrema. La experiencia de esos años en que las acompañó, junto a otros especialistas, durante el proceso de recuperar todo eso que les habían arrebatado terminó de forjar a María como psiquiatra feminista. Ante el panorama desolador del oficio, ella y sus compañeras tuvieron la osadía de querer cambiar el modo de entender la enfermedad mental y sus tratamientos. Y así les quitaron la sobredosis de medicamentos, convivieron con ellas, las escucharon, las conocieron, les dieron sus habitaciones propias, las pintaron de colores vivos, las sacaron a la calle, a las ferias, les devolvieron sus nombres.

Quizá lo que más revuelve, entre todas las cosas que revuelven de la lectura de Nueve nombres (Temporal, 2021), el relato del drama y redención de nueve de estas mujeres, sea descubrir que lo que llamamos locura muchas veces se llama patriarcado, pobreza, Iglesia o cuartel. Aunque hoy los hospitales se hayan modernizado, ya no se lobotomice a nadie y el trato a los pacientes haya mejorado ostensiblemente, el sistema que nos enferma aún subsiste, vive y colea, y también su supuesta cura: la violencia psiquiátrica, el electroshock o el abuso farmacológico. Y todo atravesado por el estigma. Por eso casi tan importante como conocer las voces de estas mujeres es el trabajo de reconstrucción y resignificación de estas memorias robadas, que ayuda a mirar adelante, reparar y no repetir la historia. 

No hay prólogo en este libro, porque la autora ha preferido explicar con gran delicadeza sus razones en un epílogo, así que se accede al libro a través del primer nombre, Ana, un nombre para cada capítulo y ocho mujeres más, todas por fin identificadas. La historia de Ana es la de una chica chispeante a la que le gustaba regar los geranios en verano hasta que un día se quedó quieta, como enajenada, dejó de hacer las labores de la casa y entonces la abandonaron en el manicomio. Amparo era una mujer grande y luminosa criada por monjas, que asumió con alegría su destino clerical, pero no pudo llegar a monja porque un día fue alejada de la orden y encerrada en el Santa María de Jesús. El diagnóstico: “delirio místico, contenido erótico”. Felipa un día se tiró por la borda de un barco con su hijo en el puerto de Valencia, poco después de rescatarla, la encerraron en el manicomio. María, que era muy pobre, trabajaba como sirvienta en una casa hasta que un día dejó de hablar, fue hundiéndose en la tristeza y acabó también encerrada.

Lo que no se suele saber y luego sabremos es que Ana había sido sometida a toda clase de violencias por parte del hombre que decía quererla, le pegaba, la violaba, se emborrachaba, la abandonaba constantemente para consumir prostitución, la insultaba diciéndole que no servía para nada, ni para darle hijos. Ya no se arreglaba, ni se cambiaba, ni le brillaban los ojos, Ana era una muerta en vida. Y sabremos que, en realidad, el delirio místico y erótico lo había tenido el padre que sometía a Amparo a tocamientos indebidos y abusaba de ella, pero a quien separaron de la Iglesia no fue a él sino a Amparo. Que Felipa se había tirado al mar después de vivir un calvario junto a su marido, un guardia civil, palizas que terminaban en el hospital y que una vez hasta la amenazó con una pistola en la cara. Y sabremos que María había sido violada y embarazada por el patrón de esa familia. 

Las llamaban locas y la institución médica hizo pesar sobre ellas la culpa de sus males y después la reclusión como castigo.

Huertas Zarco cuenta en una entrevista que en los años 80 hicieron un estudio sobre los motivos de ingreso de las mujeres en el psiquiátrico: “había más de un 40% de ingresadas por cosas que tenían que ver con problemas sociales, no con problemas mentales. Es decir, con su rol de género, con cosas que estaban mal vistas y que no se ajustaban a ese rol: tener hijos solteras, pintarse mucho, salir demasiado, ser muy rebeldes en la adolescencia… cosas que se consideran más normales en los chicos, y en ellas, un peligro”.

Este libro amorosamente escrito –contado por momentos como un thriller devastador y por momentos como trazando perfiles del mejor periodismo literario sobre la violencia de género en la medicina–, con respeto infinito por las vidas de estas mujeres, no se agota ahí, ni en las causas ni en el relato de los daños. Porque gracias a que la violencia de fuera y de dentro del manicomio cesó, gracias a la llegada de jóvenes psiquiatras con una mirada crítica, sanadora y feminista, Ana volvió a regar geranios; Felipa, a reír y María, a soñar. Bueno, Amparo no se salvó de un segundo intento de la Iglesia por proteger a su violador, pero para eso tendrán que leer Nueve nombres.  

Alda Merini, poeta italiana que narró su doloroso paso por un manicomio y la psiquiatrización de su vida en La loca de la puerta de al lado (Tránsito, 2021), escribió: “A menudo digo a todos que aquella cruz sin justicia que ha sido mi manicomio no ha hecho más que revelarme la gran potencia de la vida”. Las llamaban locas pero solo eran conocedoras de la gran potencia de la vida.

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