Rusia, Ucrania y la guerra del Peloponeso
Todas las guerras son un embrollo de paradojas y mentiras. Yendo un poco lejos en el tiempo, podemos tomar como ejemplo la guerra del Peloponeso (del 431 al 404 antes de nuestra era), que enfrentó a las dos grandes potencias helénicas: Atenas, al frente de la Liga de Delos, y Esparta, cabeza de la Liga del Peloponeso. El lema espartano era “libertad para los griegos”, en referencia al pujante imperialismo ateniense. Sin embargo, la liberadora Esparta sometía sus territorios a una dictadura feroz. Atenas decía combatir para extender la democracia y el comercio, pero en sus colonias no permitía ni democracia ni libertad comercial.
Por supuesto, en ninguna guerra falta un tercero que se aprovecha del conflicto. Entonces fue Persia, vieja enemiga de Atenas, que cooperó con Esparta, acabó aliándose con ella y obtuvo interesantes beneficios tras la victoria espartana. Tucídides (historiador y general ateniense en el conflicto) dice con una inusual sinceridad que la rápida expansión del imperio de Atenas atemorizó a los espartanos y les empujó a combatir.
Forzando un poco, habrá quien encuentre alguna similitud entre aquella Atenas y la creciente OTAN de ahora. En cualquier caso, la guerra del Peloponeso enfrentaba a dos modelos políticos y generó abundante propaganda. Un panfleto anónimo antidemocrático titulado “El viejo oligarca” ha sobrevivido hasta hoy. La lectura del clásico “La guerra del Peloponeso”, de Donald Kagan, hace pensar de vez en cuando en algunos paralelismos con la guerra entre Rusia y Ucrania.
Hace ya 30 meses que dura esa guerra. Nadie puede discutir dos cosas: una, que la continua expansión de la OTAN había llegado a las puertas de Rusia e infundió en ella un temor justificado; otra, que Rusia agredió a Ucrania, primero de forma limitada (en los territorios ucranianos más rusófilos, tras la revolución nacionalista y proeuropea de 2014) y luego, a partir del 24 de febrero de 2022, de forma abierta y masiva.
Dejando de lado la enorme pérdida en vidas humanas y la destrucción sufrida por Ucrania, resulta interesante comprobar los resultados diplomáticos y propagandísticos del conflicto. Por un lado, las poblaciones europeas, en especial las más cercanas a Rusia, se han convencido de que Vladimir Putin constituye una amenaza y temen que si cae Ucrania, Putin (que ya engulló Georgia y Crimea) se lanzará sobre otro país. Eso ha permitido que, sin apenas debate, los miembros de la OTAN se hayan marcado el objetivo urgente de destinar un mínimo del 2% de su Producto Interior Bruto a gastos militares. Ese era un viejo objetivo de Washington. Por otro lado, el temor a Putin ha hecho que desde 2022 la OTAN incorpore a dos países tradicionalmente ajenos a los bloques militares: Suecia y Finlandia. Otro objetivo cumplido por Washington.
¿Resulta justificado el miedo europeo a Rusia? No creo que exista una respuesta rotunda. De todas formas, son interesantes los argumentos que expone el antropólogo e historiador francés Emanuel Todd en su libro “La derrota de Occidente”. Todd es rusófilo, como la mayor parte de las élites francesas, y es muy crítico respecto a la subordinación europea a Estados Unidos. En su libro recuerda que Rusia sufre una contracción demográfica (la fecundidad está en 1,5 hijos por mujer) y que ya no puede sacrificar millones de soldados, como en la Segunda Guerra Mundial. “Lejos de querer conquistar nuevos territorios, [Rusia] se pregunta sobre todo cómo seguirá ocupando los que ya tiene”, dice Todd.
El desarrollo de la guerra en Ucrania parece validar las tesis de Todd. Putin y sus generales han recurrido a mercenarios y presidiarios como carne de cañón y han hecho lo posible por ahorrar bajas. La movilización de reclutas ha resultado, a diferencia de la ucraniana, muy discreta: Putin carece de escrúpulos y asesina despreocupadamente a sus oponentes políticos, pero es un autócrata adaptado al sufragio universal. Necesita mantener su popularidad y una movilización masiva le perjudicaría. Dejando de lado el escalofriante arsenal nuclear, las fuerzas convencionales rusas no son, como se está demostrando en Ucrania, nada del otro mundo. De ahí que Rusia se haya especializado en lo que llaman “guerra híbrida”: una mezcla de propaganda, sabotajes y recursos a terceros.
Hasta la fecha, Moscú se ha esforzado en reconstruir lo que hasta 1989 fue la Unión Soviética, el espacio que para generaciones de rusos fue simplemente Rusia. Pero hay un país europeo que proclama, un día tras otro, que la auténtica voluntad rusa consiste (pese a su escasez de recursos) en resucitar el viejo Pacto de Varsovia y engullir media Europa. Ese país es Polonia, que actúa tradicionalmente como delegación de Washington en la Unión Europea. Polonia empezó a recibir refuerzos estadounidenses ya en 2017. Lituania, Letonia y Estonia, los tres países bálticos (que albergan varias bases de la OTAN), suelen secundar a Polonia.
Polonia y su círculo han tenido éxito. La OTAN es más fuerte que nunca. La Unión Europea gasta más que nunca en armamento (mayormente fabricado en Estados Unidos). Alemania ha acometido una militarización impensable hace pocos años. Washington ha logrado sus principales objetivos. Nos extraña que el resto del mundo (desde China a Brasil, desde India a Suráfrica) no sienta nuestro mismo entusiasmo a favor de Ucrania, pero es lógico: desde lejos sólo se ve un nuevo avance del imperialismo estadounidense. Tampoco el imperio ateniense, que se consideraba adalid de la democracia y la prosperidad, llegó a comprender, hace 25 siglos, por qué los tiranos de Esparta ganaban tantos aliados.
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