La 'sinreforma' de la ley de financiación de partidos
Imaginen un corral de gallinas cuya verja tiene varios agujeros por donde se cuela el zorro. ¿Qué pasará si tapamos solo algunos agujeros?
Esto mismo ocurre con la reforma de la ley de financiación de partidos que acaba de aprobar el Congreso de los Diputados, y que ahora examina el Senado (que no suele alterar nada o casi nada lo que le envía la Cámara Baja). Pese a los escándalos y la amplísima demanda social de más transparencia y rendición de cuentas para atajar la corrupción, los partidos han optado por una insatisfactoria reforma que dificultaría la financiación ílicita solo en parte de los supuestos, lo que hace prever un simple traslado de las irregularidades a las vías que seguirán desprotegidas.
Aunque la ley en trámite recoge algunas propuestas de +Democracia y otros foros ciudadanos que se han implicado en este pilar de nuestra regeneración democrática, los diputados han optado por un umbral bajo de modificaciones, que deja demasiados agujeros sin tapar. Por ejemplo, se introducen ciertas normas que aparentemente impiden la opacidad en las donaciones a los partidos en sí: límites en la cuantía, prohibición de donar a las personas jurídicas, o de donar en especie o metálico. Pero a la vez, se mantienen las suficientes excepciones (en ocasiones a través de un intricado juego de disposiciones adicionales): permitir la donación de bienes inmuebles (que inmediatamente después podrían ser vendidos) o que fundaciones u otras entidades vinculadas a los partidos sí puedan recibir donaciones sin casi ninguna limitación.
A esto se añade el escaso control al que se seguirían sometiendo las cuentas de los partidos. En lugar de una auditoría externa como en el caso de cualquier organización (compárese incluso con lo que se pide a una ONG o una PYME), los partidos realizan auditorías internas y envían documentos muy resumidos al Tribunal de Cuentas que –aunque tenga la facultad de requerir información adicional– dispone de muy escasos elementos para detectar irregularidades y “tirar del hilo”. De esta manera, el control por ejemplo de los gastos electorales resulta en la práctica ilusorio porque los partidos pueden fácilmente trasladar como gastos ordinarios del partido parte de lo que han consumido específicamente para una campaña electoral. Sin olvidar que el propio Tribunal de Cuentas se encuentra “colonizado” por los partidos políticos, que se reparten sus miembros por cuotas en lugar de establecer un proceso transparente de candidaturas de profesionales de reconocido prestigio. Además, no se declara compromiso alguno de dotar de medios adicionales a los órganos encargados de controlar la corrupción, lo cual es fundamental para que las leyes logren aplicarse.
La ley en curso de aprobación introduce variadas mejoras técnicas (establecimiento de una cuenta separada para donaciones, plazos de funcionamiento del Tribunal de Cuentas, tipificación de sanciones –¡si bien proponen que la mayoría prescriban en un plazo menor!–) que aportan claridad a algunos procesos, pero son secundarias respecto a la raíz de los escándalos que tanto están costando a las arcas públicas y a la credibilidad de las instituciones.
El cambio más satisfactorio es la exigencia de que cada partido nombre un responsable de la gestión económica-financiera que responda incluso penalmente de cualquier irregularidad, aunque queda un amplio margen para que las ejecutivas designen a alguien de su confianza y no se especifican sus requisitos de independencia de criterio y experiencia profesional.
Se introducen algunos puntos interesantes (la apertura de datos o el régimen de contratación) pero regulados de manera tan escueta que los partidos podrían aplicarlos de manera testimonial. Y se desaprovecha la reforma para introducir cambios más amplios en el régimen orgánico de sus partidos –esenciales también para atajar el clientelismo–, o para acabar con privilegios injustificados como son los regímenes especiales de pensiones.
Hay en suma que criticar que los partidos representados en el Congreso de los Diputados estén sacando adelante una ley lampedusiana que anuncia grandes cambios pero que hará que todo siga casi igual. Esta ley no estaría a la altura de impedir nuevas corruptelas que han llegado a ser tan descaradamente amplias como el Gürtel o los ERE de Andalucía (por limitarse a los dos principales “viejos partidos”), u otras quizá menores pero que han sabido aprovechar la laxitud legal para pasar desapercibidas. Cabe también señalar, por fijarse en el otro componente del tripartidismo, que la “nueva política” participa de la creatividad en el ámbito de la financiación de partidos, a través de medios de comunicación afines o fundaciones que contratan lucrativos estudios con gobiernos extranjeros.
No obstante, este grave diagnóstico no debe llevarnos a rechazar que una financiación adecuada –basada esencialmente en subvenciones públicas– es imprescindible para asegurar el pluralismo político. Es un coste que vale la pena siempre que contribuya a que surjan ideas útiles y a que se presenten candidatos capaces y honrados, imprescindibles para que nuestra sociedad salga de su grave crisis.
Los españoles sabemos que la corrupción y la baja calidad de la política están muy enraizadas en la financiación irregular de los partidos. Por eso, es esencial que la ley que aprueben finalmente las Cortes adopte los máximos estándares de transparencia, prohíba cualquier excepción que facilite montajes alternativos, y sancione con firmeza y celeridad cualquier incumplimiento. Esperemos que los senadores atiendan el clamor social, realicen los cambios necesarios, y devuelvan al Congreso una ley que de verdad tape todos los agujeros.