El Supremo se pierde el respeto
De entre las enfermedades de un Estado, consideraré por tanto, en primer lugar, aquellas que surgen de una institución imperfecta
De todo lo que ha sucedido con el tratamiento penal del imposible intento de secesión catalán, lo más grave es la degradación del Estado de Derecho y de las instituciones llevado a cabo no por los independentistas sino por sus propios miembros, inmersos en una cruzada en la que ni las leyes, ni los procedimientos, ni la lógica, ni siquiera los hechos suponen un obstáculo. En ese lamento hemos de incluir el auto en el que la Sala Segunda se considera competente para instruir un delito de terrorismo presuntamente cometido por Puigdemont y Wagensberg. El Tribunal Supremo se ha perdido el respeto y se expone ante sus colegas europeos y ante el propio colectivo jurídico español, tan vergonzosamente silente, a un desprestigio de una envergadura suficiente como para preocupar por la salud del sistema.
Más allá de que ya tuvieran prefijada la admisión antes de cualquier informe fiscal, lo que se puede adverar dado que yo misma lo avancé hace más de un mes –demasiadas comidas en reservados, Señorías–, todo sigue un guion. Leo que se preparan para un caso largo y complicado. El caso, jurídicamente, suponiendo que llevaran razón, no tendría por qué serlo, así que serán las derivadas internacionales de los intentos para hacerse entregar a Puigdemont las que se anuncian difíciles. No es de extrañar. La pérdida de pie de la Sala Segunda sólo es soportable por la batalla política en la que España se halla inmersa, que revierte las acciones judiciales a un pimpampum en el que la opinión publicada y la pública se adhieren según adscripción a bandos acríticos. Eso no va a suceder en Bruselas ni en ningún otro país occidental. Lo avisaron anteriormente y el hecho de convertir a Puigdemont en un presunto terrorista no va a cambiar las cosas, por mucho que inmersos en el piélago español algunos magistrados crean que sí.
En una resolución manifiestamente mal escrita –esto no me lo discutan, que saber que no se ponen comas entre el sujeto y el predicado y cuando el verbo rector exige un “de que” es de mi negociado– se vierten aseveraciones factuales que ningún juez ajeno a la batalla española, sentado en el fastuoso Palacio de Justicia belga o en cualquier otro sitio, va a aceptar sin más. Máxime sobre unos hechos que fueron retransmitidos urbi et orbi y recogidos por toda la prensa europea. El intento de reconvertir, ahora precisamente, unos disturbios muy graves en protesta por la sentencia del propio Tribunal Supremo en delitos de lesiones, falsificaciones y otros de índole terrorista no va a ayudar a una entrega cuando lancen una oede. Los belgas siguen ahí, los mismos belgas. Los que leerán que “emplearon (...) artefactos de similar potencia destructiva a los explosivos, tales como extintores, vidrios, vallas y carritos que lanzaron contra los agentes de la autoridad” y verán la descripción fáctica de una protesta grave, con disturbios, pero una protesta a fin de cuentas. ¿Cómo puede escribir un alto tribunal en una resolución que es lo mismo un explosivo que un carrito de equipajes? ¿No es eso una falta de respeto intelectual a los justiciables, a la Justicia en sí y a la propia ciudadanía?
Son curiosos esos delitos terroristas que no se aprecian a simple vista y que incluso los técnicos sólo descubren al transcurrir cuatro años en un país con un pasado. Eso hace que, para lograr hacerlos pasar por terroristas, precisen argüir que se produjeron “con la finalidad de subvertir el orden constitucional”. Lo cierto es que nadie vio tal intento ni tal eventualidad se produjo. Llama mucho la atención el apoyo cerrado a esta novedosa visión fáctica de medios de comunicación que en su día, como todos, informaron de que los catalanes protestaban contra la sentencia de la propia Sala Segunda. “Tsunami, así es el motor oculto de las protestas contra la sentencia” o “Las protestas contra la sentencia del procés colapsan El Prat” (ABC), “Reacciones a la sentencia del procés” (El Mundo) o “Las manifestaciones por la sentencia del procés en video” (El Confidencial). ¿Qué les pasa a los periodistas que ahora jalean lo del terrorismo? ¿Están reconociendo que son una patata de profesionales incapaces de distinguir el terrorismo de las protestas o de advertir un gravísimo riesgo de desestabilización constitucional? Parece que así es. No saben lo que ven ni lo que cuentan, ni distinguir una cosa de la otra, hasta que se lo indican. Periodismo en estado puro.
Lo cierto es que las manifestaciones fueron precisamente contra la sentencia y así lo reconoce, mal que bien y a su manera, el propio auto: “a lucha para combatir la Sentencia (sic) trasladando a la opinión pública internacional la palmaria injusticia de la resolución y organizando actos para evitar su cumplimiento”. Jamás se trató de intentar evitar la ejecución de la sentencia lo que, por otra parte, era imposible dado que los condenados estaban ya presos. La herida suprema respira en eso de trasladar la injusticia de la resolución. Ahí les duele. Que Puigdemont con su estrategia les haya puesto en jaque y que los manifestantes dejaran claro ante Europa que consideraban injusto lo fallado es no sólo parte sino quizá la mayor parte del problema para el tribunal. La soberbia no es el más infrecuente de los pecados capitales en el colectivo judicial. Quién los conoce, lo sabe. Es una cuenta pendiente y no lo disimulan. Así que la amnistía, que viene a convertir en efectiva la estrategia judicial de Puigdemont, resulta un agravio casi personal para algunos.
Aun sin entrar en si Puigdemont para defenderse les ha puesto en ridículo, lo que sí tengo claro es que los miembros de una institución que es la clave de bóveda de nuestro sistema de Justicia no deberían provocar ellos mismos tamaño daño al alto órgano en que se integran. Y lo están haciendo. En términos jurídicos, créanme, a la chita callando y sin dar la cara, gran parte la judicatura –sobre todo de la que sabe de terrorismo y de la doctrina–se sonroja y hasta se cabrea cuando ve ciertas argumentaciones en papel timbrado. Luego está el hecho de que, ante la duda, un tribunal compuesto por jueces no puede suscribir la opinión general de que “se les investiga y si luego no hay nada no les condenan”. Hasta Feijóo afirma saber que no será posible condenar por terrorismo, lo que es lógico si no lo hay. Debe ser por el exceso de fiscales devenidos en juez que hay en ese órgano, porque un juez debería proteger los derechos del justiciable a no ser sometido a una acción judicial en tanto no haya indicios sólidos para ello. ¡Ah, es que hay indicios sólidos!, dirán. Vuelvo a los carritos, a la certificación de la Agencia Europea de Seguridad Aérea de que no consta que hubiera afectación internacional de la protesta ni riesgo y, en general, a que todo el auto describe con precisión unas protestas graves, con desórdenes públicos y lesiones policiales derivadas de ellas como desgraciadamente sucede en tantas manifestaciones. Convertir eso en terrorismo a la vista de cualquier juez europeo o simplemente ante cualquier europeo va a ser una tarea titánica. Hay que estar muy en el fregado para tragar con ello.
El Tribunal Supremo se ha embarcado en una cruzada que no sé si satisfará sus heridas barangerianas pero que en nada contribuirá a su prestigio internacional ni jurídico. Malo es que la medianía haya sido encumbrada por los políticos a puestos en los que debería primar la brillantez y no la sumisión, pero peor es que bajo el pateo de tales herraduras perezca todo el respeto que el resto de países de nuestro entorno pueda tener por nuestra justicia democrática. Eso es mucho más dañino que aceptar que Puigdemont, por mucha rabia que te dé, se vaya de rositas.
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