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La trampa de la tradición: ¿A qué se debe el atractivo de las 'tradwives'?

Sección Femenina de Sevilla (1940-1945). | ICAS-SAHP, Fototeca Municipal de Sevilla, Fondo Galán.

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Millones de personas de todo el mundo están enganchadas a un fenómeno peculiar: seguir por internet la vida cotidiana de mujeres que han decidido dedicarse íntegramente al cuidado de su casa, marido y familia. Como si fuera un pasaje del Cuento de la Criada de Margaret Atwood, estas mujeres transmiten hacia fuera una exuberante felicidad, la cual sería consecuencia del cumplir con las funciones que les corresponde en la vieja división sexual del trabajo. 

Las tradwives de Estados Unidos son las que han logrado mayor popularidad. Sin embargo, entre sus seguidoras se encuentran mujeres de todo el mundo que se asoman a esta ventana reaccionaria, probablemente por razones muy diversas. Ahora bien, no es sorprendente que detrás de esta representación de mujeres casadas con maridos pudientes se encuentre, aunque no siempre de manera explícita, la extrema derecha.

Pero la fascinación que este fenómeno provoca va más allá de la curiosidad. Incluso hay mujeres progresistas que no solo son seguidoras de las publicaciones de algunas tradwives, sino que también reivindican ciertos tramos de su discurso. Insisten en que no se puede entender su éxito sin comprender por qué, en el fondo, ha tocado una fibra sensible de nuestra realidad cotidiana que la gente de izquierdas solemos pasar por alto. Y es posible que tengan razón. Veamos por qué.

El futurible vicepresidente de Donald Trump, James D. Vance, ejemplifica como pocos el paradigma del discurso ultraconservador. Su última polémica se remonta a 2021, cuando criticó a los líderes de izquierdas que no tenían hijos y reclamó que el voto de las familias con niños tuviera mayor peso en las elecciones. Se trata de un discurso, no siempre coherente, que se inspira, según él mismo, en los planteamientos del intelectual neoconservador Patrick Deneen.

Deneen alcanzó la fama con su libro 'Why Liberalism Failed' (Por qué fracasó el liberalismo), que condensa gran parte del ideario neoconservador. Su tesis principal puede resumirse en que el liberalismo es un proyecto político que ha desguazado los lazos comunitarios previamente dominantes en las sociedades occidentales (las familias, las comunidades pequeñas, las instituciones religiosas…). Este planteamiento no es innovador, ya que Marx y Engels habían señalado ya que el capital «ha ahogado el sagrado éxtasis del fervor religioso, el entusiasmo caballeresco y el sentimentalismo del pequeño burgués en las aguas heladas del cálculo egoísta». Y por eso tampoco es un diagnóstico muy diferente del expuesto por la filósofa de izquierdas Wendy Brown en ‘En las ruinas del neoliberalismo’, donde argumentó que la pulsión del neoliberalismo de reducir todo a la dimensión económica condujo al momento actual de disgregación social, recurso al sálvese quien pueda y a la producción de un sujeto social individualista y desprotegido.

Como respuesta a dicha crisis, y en conexión con la tradición liberal estadounidense que va desde Jefferson hasta los populistas de finales del siglo XIX, Deneen propone la implementación de «formas locales y reducidas de resistencia», construyendo «nuevas culturas que resulten resistentes frente a la anticultura del liberalismo». En la construcción de esta fortificación cultural sería fundamental la promoción de «personalidades nuevas y mejores, a través de la cultura de la comunidad, el cuidado, el autosacrificio y la democracia a pequeña escala». El fenómeno de las tradwives es así altamente funcional al planteamiento ultraconservador. La relación entre esta conservadora virtud republicana y su correspondiente concepción de libertad se encuentra en que ésta última es leída como liberación frente al hedonismo, esto es, como autolimitación de los deseos. De ahí nace su lectura crítica del «aborto a demanda», de los «encuentros sexuales utilitaristas», del «ubicuo libertinaje», y en general de «la persecución casi universal de la gratificación inmediata». El mensaje que transmiten las tradwives se ajusta perfectamente a este marco ideológico.

Como era de esperar, esta lectura ultraconservadora no cuestiona el estado de opresión racial y de género en nuestras sociedades. Implícitamente, acepta ambos componentes como parte del 'orden natural', evitando cuestionarlos. Además, al idealizar el pasado, característica de todo programa reaccionario, niega o minimiza la importancia de los conflictos históricos. Asimismo, está ausente una crítica estructural al sistema económico, al que rara vez se le señala como capitalismo, y se traslada la impresión de que todo es una cuestión de batallas entre diferentes ideas.

No obstante, el éxito de Deneen, que se cristaliza en las tradwives, radica en diagnosticar acertadamente las consecuencias del capitalismo y el estrés y ansiedad que produce la mercantilización de casi todos los ámbitos de la sociedad. Los ultraconservadores están tocando temas que la mayoría social enfrenta cotidianamente, y para los que la izquierda no siempre ofrece una respuesta atractiva. La angustia vital que se extiende por todo el tejido social desde hace cuarenta años, como consecuencia del neoliberalismo, del oscuro horizonte de futuro y de la aparente supresión de alternativas sistémicas, empuja a grandes sectores sociales a posiciones defensivas. Los ultraconservadores están conectando con este ánimo social para convertirlo en una fuerza reaccionaria que mantiene naturalizada la explotación laboral y las opresiones de género y étnicas.

Las tradwives transmiten, mediante prácticas relativamente simples, el mensaje de que la mujer puede abandonar el camino del estrés y la ansiedad si acepta sentirse realizada cumpliendo con sus supuestas funciones naturales, es decir, las atribuidas a la mujer en la estructura cultural del patriarcado y el capitalismo. Este mensaje de escape de la mercantilización de sus propias vidas, de su doble explotación como trabajadoras asalariadas y como proveedoras principales de cuidados en el ámbito doméstico, puede ser sumamente atractivo en tiempos de tanta incertidumbre. 

Las feministas que estudian la teoría de la reproducción social han notado que el capitalismo crea contradicciones en este ámbito. El sistema prioriza la acumulación de capital sobre las necesidades humanas, lo que lleva a que incluso las tareas de cuidado, como la crianza de los hijos, se vean presionadas a convertirse en servicios de mercado. Esto afecta la relación entre madre-padres e hijos, ya que el sistema ve a los adultos principalmente como trabajadores y a los niños como futuros trabajadores. Para el capitalismo, las personas no son seres humanos, sino factores de producción con diferentes niveles de rentabilidad. De ahí que todo el debate contemporáneo sobre la crianza y los diferentes modelos de maternidad-paternidad estén cruzados inevitablemente por esta tensión.

Esto genera confusiones. No es raro encontrar incomprensión cuando, al rebelarnos contra la mercantilización de nuestras vidas, defendemos también una profundización en la construcción de la relación social madre-hijo. Abogamos por disponer de más tiempo y energía para la crianza y el cuidado de nuestros semejantes, sin necesidad de externalizar estas funciones en el mercado. Pero el capital empuja al par padre-madre a estar ocupados casi todo el tiempo en la esfera mercantil de la producción, dejando el cuidado de los menores bajo otras relaciones, muchas veces también mercantilizadas. Es verdad que, históricamente, la entrada de la mujer al mercado laboral ha implicado su creciente autonomía económica y social, aunque acompañada de una doble explotación al trabajar dentro y fuera de casa. Por esto, cualquier demanda para que el cuidado de los menores sea realizado por sus progenitores fuera de la esfera mercantil aparece, a ojos del capital, como una desviación reaccionaria. 

A las madres y padres que deseamos pasar más tiempo con nuestros hijos se nos acusa, injustamente, de caer presas de la narrativa reaccionaria que devuelve a las mujeres al ámbito doméstico. Sin embargo, esta pulsión por la desmercantilización es, sobre todo, un anhelo de libertad frente al trabajo productivo dirigido por la maximización de la ganancia; es, en consecuencia, un impulso para salir del engranaje del capital. No es, necesariamente, una recuperación de roles patriarcales en desuso. La izquierda puede exigir y diseñar instituciones nuevas que, incluso dentro del capitalismo, compatibilicen la desmercantilización del trabajo de cuidado del menor con las vidas profesionales de sus madres. Sólo así se puede romper el dilema que los ultraconservadores agudamente abren al plantear el cuidado de la familia dentro del esquema tradicional y patriarcal como único opuesto a la lógica mercantilizadora de las relaciones sociales bajo el capitalismo.

En el fondo, nos rebelamos contra un sistema cuyo único objetivo es acumular capital, tratando todo lo demás como un medio para ese fin. Karl Polanyi acertó al señalar que esta búsqueda de una 'utopía liberal' basada en el capital termina destruyendo los lazos sociales y abriendo la puerta al fascismo. Los ultraconservadores también son conscientes de esto. Su propuesta, sin embargo, es someternos a todos bajo esquemas culturales patriarcales y racistas construidos sobre míticas visiones idealizadas de ciertas naciones y pueblos señalados por Dios. Por eso proponen el retorno a reducidas y privilegiadas aldeas donde las viejas jerarquías son aún más poderosas. Para hacerles frente a ellos como síntoma, y al capitalismo como enfermedad, la propuesta no puede ser profundizar el daño provocado por la mercantilización de la vida humana (y del planeta), sino activar el freno de emergencia. Este freno implica poner la vida en el centro, ampliando la esfera de lo público y desmercantilizando nuestras relaciones.

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