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Secretos de mi niñez y la ley de protección integral a la infancia
Maltratar a un niño o niña, ejercer violencia contra ellos/as, desatenderles y violentarles sexualmente o violarles son delitos. Los peores que se pueden cometer porque les destruyen y se moldean adultos que arrastrarán sufrimiento, me temo, de por vida. Me angustia este crimen, le sucede a niños/as, los más indefensos de todos, personitas que por imperativo humanitario y moral debemos cuidar, proteger, educar y querer. Siempre lo he tenido cerca y despierta en mi temor, rechazo e indignación, pero desde que soy madre lo vivo desde las entrañas. Pienso en esta amenaza con frecuencia no sólo por mi hija, por cada niña y niño que está a mi alrededor, por los que están en casas de acogida, los que migran solos o acompañados, los que viven en casas hacinadas, los que quedan al cuidado de amigos o vecinos, los de España, los de Chile y los de cualquier parte o condición social. Los abusos en la niñez están demasiado extendidos, son muy frecuentes y suceden todos lo días bajo nuestras narices.
Nací en Chile. Un día caminando por la calle con una de mis amigas, tendríamos unos 10 años, me dice: te cuento un secreto pero no se lo digas a nadie, claro dije (los secretos son fascinantes en la infancia) y me lo contó. Sus dos hermanos mayores, universitarios, abusaban de ella; me habló de manoseos, de obligarla a hacer cosas diciéndole que era un juego para luego compensarla con golosinas y televisión. Le dije con una mezcla de sorpresa, miedo y bastante incomprensión -porque a mis 10 años no entendía nada- que por qué no se lo decía a sus padres y su respuesta fue: creo que lo saben, los han visto y también mi padre lo hace a veces y además, “es culpa mía porque me he desarrollado muy pronto, ya soy una mujercita”.
Escribo esto, ahora, de adulta y no puedo evitar llorar de impotencia y rabia: mi amiga se sentía culpable de provocarlo y avergonzada, con 10 añitos! Por supuesto yo guardé el secreto, no se lo conté a nadie, tampoco entendía mucho, sólo sabía que era malo, muy malo y que no era culpa suya, comencé a mirar a su familia con desconfianza y pavor. Nunca más me acerqué a su casa, fui cariñosa con ella y poco a poco me fui alejando y la fui dejando sola. Me protegí instintivamente, pero a ella nadie la protegió.
Con el tiempo, adquirí un imán para amigas que pasaban por lo mismo o, tal vez, simplemente, esto estaba mucho más extendido de lo que yo pensaba. Me fui enterando de otras amigas: abusos de primos, violaciones del padrastro o del propio abuelo. Siempre guardé los secretos y no hice nada. En realidad, creo que lo normalicé sin dejar de horrorizarme: qué mala suerte la de mis amigas y qué suerte la mía. Era algo que pasaba dentro de las familias y en entornos cercanos y no podías hacer nada, ni siquiera contarlo. No podías esperar ayuda de nadie, mucho menos denunciarlo. ¿A quién acudir sin las personas que las tenían que proteger las dañaban y el resto de adultos actuaba como si no existieran estas cosas?
Estaba tan arraigado el maltrato y los abusos sexuales en el entorno de mi infancia, tanto que eran casi lo normal. Esto de que padres, familiares o amigos, pueden hacer lo que quieran con un menor por el sólo hecho de ser pequeños, de “pertenecerles”. Lo más normal del mundo. Y cómo no iba a serlo si hasta salía en la Biblia. De pequeña yo leía la biblia y cuando me encontré con la historia de Lot y la destrucción de Sodoma y Gomorra (Génesis) supe, a ciencia cierta, que las familias podían hacer cualquier cosa con los niños y las niñas. Que no teníamos escapatoria y que yo sólo podía agradecer mi suerte de no estar tan “desarrollada” o tener hermanos y padre que no se interesaban por mí de esa manera.
La historia de Lot. Dos ángeles de Dios entraron en Sodoma a rescatar a Lot sobrino de Abraham; los ángeles eran de hermosa apariencia y llamaron la atención de los habitantes. Al verlos, Lot los invitó e insistió en que pasaran la noche en su casa. Pero antes de que se acostasen, los sodomitas cercaron la casa y exigieron que les entregase a sus invitados para abusar de ellos. Lot salió de la casa y se dirigió hacia ellos, cerrando la puerta detrás de sí, y les dijo: -les ruego, hermanos míos, que no cometan semejante maldad. Miren, tengo dos hijas que todavía son vírgenes. Se las voy a traer para que ustedes hagan con ellas lo que quieran, pero dejen tranquilos a estos hombres que han confiado en mi hospitalidad.
Yo no registré nada de las bondades y la justicia de Lot que señalaba la Biblia, sólo me quedé con lo que he resaltado. Pregunté a mi madre -experta en Biblia- qué edad tenían las hijas de Lot y me dijo que unos 12 y 13 años. Sólo dos más que yo!. Aprendí a vivir sabiendo que existían estos abusos y que los adultos pueden hacer cualquier cosa con un niño o niña impunemente.
Crecí, fui a la universidad, viajé, llegué a España y me siguieron llegando secretos. De mayor, he intentado que mis amigas y amigos (sí, también chicos) se sintieran acogidos por mí y, si se veían con fuerza, denunciaran. Una amiga estuvo a punto de hacerlo pero, finalmente no; se impuso la borrosa, aparente e hipócrita convivencia familiar. Lo entiendo, tal vez yo en su lugar hubiera hecho lo mismo. No se denuncia para no dañar a la familia aunque la sanación siga sin llegar a la víctima.
La ley aprobada, ayudará a las víctimas y como sociedad estamos intentando proteger a nuestros niños y niñas, estamos diciendo alto y claro que se trata de los peores delitos que se puedan cometer. El hablar de esto como delitos contribuye a normalizar lo que sí debe ser normal: que abusar de niños/as es un crimen que podrá denunciarse en la vida adulta y si se trata de niños/as, por cualquiera que esté enterado, estará obligado. No son cuestiones que se deban quedar en la familia dañando, empequeñeciendo, haciendo sufrir y destruyendo a los niños y las niñas.
Yo, y todos, hemos crecido en el mundo al revés donde lo normal era callarlo, un secreto contado a otras niñas tan asustadas como la víctima, niñas que no hacen nada más que callar, ser cariñosa con la amiga y evitar provocar para no pasar por lo mismo. Como yo hice, poniéndome por varios meses vendas elásticas en los pechos pre púberes para anularlos. Niñas que crecieron con culpa por no ayudar a sus amigas y que hoy, ya mujeres, extreman los cuidados con sus hijas para evitarlo, detectarlo y actuar. Por eso hoy, a la vez que aplaudo esta ley, lloro profunda y sosegadamente por mi, por mis amigas, por todas las hijas (e hijos) de todos los Lot que existen y por la infancia. Un llanto mitad tristeza por esas infancias ultrajadas y mitad esperanza porque podemos, ahora, rebelarnos ante estos secretos.
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