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La guerra del copyright no empezó ayer

La industria cultural se enfrenta a una redefinición del concepto de Propiedad Intelectual

Paula Corroto

Madrid —

La propiedad intelectual siempre ha sido una fuente de conflictos. Cómo se puede transmitir, exhibir y comerciar con la creación cultural forma parte del debate desde mucho antes que estallara Internet y los nuevos modelos de consumo de la era digital. Si acaso, estas transformaciones lo que han hecho es poner la discusión sobre la mesa y llevarla al Parlamento. Esta es la tesis que defiende el libro La tragedia del copyright. Bien común, propiedad intelectual y crisis de la industria cultural, de los profesores Igor Sádaba, Mario Dominguez, Rubén Martínez, Jaron Rowan y el colectivo ZEMOS 98, editado por Virus editorial y que estará a la venta a finales de agosto.

“El interés por la explotación comercial de los saberes ha estado en tensión permanente con el dominio público, el acceso abierto al conocimiento y, en última instancia, con los modelos de cooperación no basados en la competencia”, afirman estos autores en un momento en el que continúa la discusión por la Ley de Propiedad Intelectual que prepara el Gobierno y que aún no ha sido tramitada. Un proceso que está envuelto en una crisis actual de modelo, que según se destaca en este libro viene marcada por tres factores: el paso a un segundo plano de la copia física, la construcción de estructuras de intercambio no basadas en la compra-venta, y la constitución de empresas del procomún, basadas en la gestión colectiva de la propiedad intelectual y su reconocimiento como bien común. Con estos mimbres se abre un nuevo tablero de juego en el que es necesario cambiar las estrategias hacia los derechos de autor.

Un poco de historia

Un poco de historia Pero para llegar a esta situación hay que hacer un poco de historia, puesto que la tragedia del copyright comienza desde la aparición de la Imprenta. Fue entonces cuando surgieron las primeras normas que permitían (o no) la difusión de determinados libros, principalmente basadas en la censura. Por ejemplo, durante la época de la dinastía de los Tudor en Inglaterra quedaron establecidas unas leyes que obligaban a depositar en un registro todo nuevo libro publicado y que diversas asociaciones registraran los textos sospechosos de ser hostiles a la Iglesia o al Gobierno. Desde luego, era una época precapitalista y mucho más regulada que comenzó a desvanecerse a partir de la revolución de 1688 cuando se permitió la impresión libre, sin previa autorización “gracias a las ideas de ciertos pensadores, padres del liberalismo, como John Locke”, recuerdan estos autores.

Sin embargo, la impresión indiscriminada de libros hizo que surgieran los primeros debates sobre la idea moderna de copyright, que también nació en el estado inglés en 1710 con el Statute fo Anne y que establecía una protección de las obras durante 28 años. Fue la primera ley que introducía el concepto de autor. No obstante, como se indica en este libro, el objetivo no era proteger al autor sino que tanto la Iglesia como el Gobierno pudieran seguir controlando los libros que se imprimían. El copyright se dispuso como una medida de dominio por parte del Estado, puesto que

El poder del autor para con sus obras no vendrá de Gran Bretaña, país aventajado en las teorías liberales, sino de Francia y en plena Ilustración gracias a escritores como Diderot o Beaumarchais, quienes impulsarán el debate de los derechos de autor como parte de los derechos de los trabajadores frente a los privilegios del Antiguo Régimen. Será la Revolución francesa la primera que redefinió los privilegios del autor como “propiedad” lo que articula estos derechos desde una perspectiva laboral y no sólo jurídica. Es el autor el que dispone qué hacer con su obra y qué beneficios extraer de ella.

La tercera concepción del copyright procede de EEUU tras la revolución de 1775. Como señalan los autores en esta ocasión “el copyright ya no filtra los contenidos ni es un puro mecanismo de retribución laboral. Ahora es una concesión de alcance limitado que estimula o alimenta la actividad creadora y artística. La obra intelectual se crea para disfrute y beneficio del cuerpo social. A pesar de que la libertad individual se proclama como principio sagrado sobre todas las cosas, también debe garantizarse el progreso social. Es el triunfo de la concepción contractualista y legalista de los derechos de PI [Propiedad Intelectual]” (…) Se erguía la racionalidad económica de los flamantes estados confederados sobre la moralidad del Viejo Continente“. O lo que es lo mismo, la dura pugna que hasta hoy continúa entre EEUU y Europa y que sigue estando presente en conflictos como los vividos por Google con las leyes antimonopolio de la Unión Europea.

En la actualidad

En la actualidadTras un arduo repaso a las transformaciones que han sufrido las normas sobre la PI, los autores concluyen con una pincelada sobre la reciente Ley Sinde-Wert que nos acerca a la actualidad. Y su conclusión es bastante negativa: “persigue al que «actúa con ánimo de lucro o haya causado o sea susceptible de causar un daño patrimonial». Con ello se recoge otra demanda de la industria cultural, aquello a lo que se ha llamado el «lucro cesante», esto es, los beneficios que «se dejan de percibir» por efecto del acto denunciado. De este modo, y según esta doctrina, (…) aumenta la trivialidad de la norma haciendo que la práctica totalidad de la población internauta, así como la mayor parte de los servicios de la sociedad de la información, se sitúe en el ilícito sistemático y se genere una inseguridad jurídica absoluta para todo aquel o aquella que utilice la Red”.

Este próximo trimestre está previsto que la nueva LPI llegue finalmente al Parlamento. Un debate que volverá a estar caliente. Este libro ofrece una buena perspectiva para saber que el copyright, sometido a ideas proteccionistas o liberales, con y sin Internet, siempre ha estado en el filo de la tragedia.

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