Baia baia. La irreverencia ortográfica del meme
Hace unos días, la RAE presentó su nuevo Libro de estilo de la lengua española, un manual de recomendaciones lingüísticas que, según la propia institución, está particularmente orientado a la comunicación digital y a la escritura en internet. Las informaciones de los últimos días avanzan que el libro aborda incluso cuestiones como el uso de emojis y hasta de los memes, y que recomiendan que en ellos “no proliferen en exceso las grafías desviadas o incorrectas y que estas se reserven únicamente para aquellos casos en los que su uso esté realmente justificado” (sic).
¿Tiene sentido dictar norma (por laxa que sea) sobre el uso de algo tan inherentemente informal y genuinamente internetero como los memes? Como se ha repetido hasta la saciedad, lo que la RAE promulga no es ley lingüística universal, sino que las recomendaciones académicas se circunscriben a un ámbito muy específico (y relativamente pequeño) dentro de la lengua que es el registro formal. Puede tener sentido indicar cómo se puede aplicar la norma académica a formatos relativamente novedosos como un mensaje de whatsApp o una publicación en redes sociales. Al fin y al cabo, un medio de comunicación puede, por ejemplo, querer enviar un mensaje por su canal de Telegram a sus seguidores y querer hacerlo manteniendo un tono formal (y, por tanto, siguiendo la norma culta); o una marca puede querer mantener su comunicación en redes sociales con un perfil lingüístico esmerado. Pero, ¿los memes?
Los memes, en cambio, son inherentemente coloquiales y viven, por tanto, extramuros de toda formalidad, es decir, fuera de la jurisdicción de la RAE. Uno puede querer redactar un mensaje de whatsApp formal, pero aspirar a generar un “meme formal” (sea lo que sea eso) parece una contradicción en términos. De hecho, basta un paseo por las redes sociales para comprobar que la transgresión ortográfica deliberada es en realidad una de las señas de identidad de los memes en particular y de lengua de internet en general: “baia, baia”, “haber si me muero”, “berdadera hizquierda”, “halluda”... Las redes sociales (y muy especialmente Twitter), están cuajadas de usos lingüísticos capaces de hacer llorar sangre a los puristas poco familiarizados con el habla de internet.
Lejos de ser motivo de preocupación o de alarma social, esta irreverencia ortográfica intencionada propia de los memes y del habla de Twitter, es uno de los fenómenos lingüísticos más interesantes de nuestro tiempo.
Tradicionalmente, ha existido una delimitación nítida entre la lengua escrita y la lengua hablada. Las conversaciones familiares y las charletas entre amigos ocurrían exclusivamente en el plano de la oralidad, mientras que la escritura cotidiana estaba copada casi exclusivamente por textos del registro formal (cartas del banco, documentos administrativos, prospectos médicos, literatura, etc). Es cierto que una podía escribirle una carta al novio, enviarle una postal a un amigo o dejarle una nota en la nevera a la compañera de piso. Pero, en términos generales, las interacciones sociales de la vida cotidiana no ocurrían en el formato escrito. Sin embargo, en las últimas décadas y con la llegada de la comunicación por internet, buena parte de la comunicación cotidiana informal se ha trasladado al formato escrito. Nuestra comunicación diaria ocurre mayoritariamente en textos: mensajes, tuits, comentarios en redes sociales, correos electrónicos. Es improbable que hablemos todos los días con nuestros amigos o con nuestras familias, pero es muy probable que nos escribamos con ellos por WhatsApp. No hablamos a diario, pero nos leemos a diario.
La escritura que se produce en internet (efímera, inmediata e ingente) se parece poco a lo que tradicionalmente hemos asociado con la escritura. Es de perogrullo que las necesidades expresivas que surgen al escribir una carta al banco son bien distintas de las de contarle nuestro día a nuestra madre, felicitar el cumpleaños a nuestra amiga o discutir airadamente en los comentarios de Facebook de nuestro primo el reaccionario. En estos contextos, nuestra forma de escribir casi se parece más al habla que a la escritura, es una especie de pseudoralidad escrita. La lengua hablada, sin embargo, es extremadamente rica en matices que el formato escrito no permite representar. Los gestos, la expresión facial, la entonación. Cuando intentamos trasladar a lo escrito todo lo que comunicamos al hablar es cuando descubrimos hasta qué punto la lengua escrita es una simplificación de la lengua oral. Pero todos esos matices sutiles resultan ser esenciales en esta nueva forma de comunicación social escrita. Sin ellos, nuestros mensajes parecen secos, almidonados, impersonales. Así que nos lanzamos a la búsqueda de elementos que nos permitan representar de manera gráfica todas las sutilezas que la lengua hablada ofrece y de las que la escritura carece: emojis, gifs, mayúsculas, usos poco convencionales de signos de puntuación. Cualquier elemento a nuestra disposición se convierte en un recurso lingüístico con el que dotar de expresividad oral lo que escribimos y que ayuda al lector a interpretar correctamente el tono con el que está escrito el mensaje. Esta situación recuerda no tan lejanamente a la proliferación de nuevas necesidades expresivas en torno a la escritura que la producción textual sin precedentes del cristianismo desató durante la Edad Media y que dio pie al surgimiento de todo tipo de elementos paratextuales (que acabarían cristalizando en nuestros modernos signos de puntuación).
En este sentido, la lengua en Twitter es posiblemente el no va más de la creatividad lingüística en internet. Será tal vez por la endogamia de la propia red social, o quizá se deba a que la interacción entre desconocidos requiera de una mayor lubricación social, el caso es que el habla de Twitter ha acabado convirtiéndose prácticamente en una variedad lingüística propia que probablemente resulte marciana a los legos, pero que los usuarios de la red manejan con soltura y eficacia expresiva. Y en esa forma de hablar de Twitter, las faltas de ortografía deliberadas se han convertido en el marcador de ironía por excelencia. ¿Cómo hacer evidente la ironía con la que se está diciendo algo en un medio donde nos pueden leer desconocidos, hay poco contexto y la restricción de espacio es evidente? Pues tirando de transgresión ortográfica. Así, se ridiculiza a la izquierda clásica llamándola “berdadera hizquierda”, se señala la incongruencia con un “baia, baia” (en lugar del mucho más aséptico “vaya, vaya”), se pide HALLUDA y se hacen “amijos”. Todo un alarde de ingenio lingüístico que funciona gracias a un consenso horizontal construido más o menos colectivamente y que los tuiteros han adoptado sin más imposición que la comodidad.
Los lingüistas asistimos con asombro a este despliegue de expresividad. La lingüista canadiense Gretchen McCulloch lleva años rastreando el uso lingüístico de los emojis y las características del habla de internet. Y las investigadoras Carlota de Benito y Ana Estrada publicaron en 2015 el estudio Holi en Twitter hablamos raro. Un besi sobre la variación lingüística en Twitter. El aparente relajo de la lengua en internet no es síntoma de descuido ni de dejadez: muy al contrario, la forma en que los hablantes se expresan en estos ya-no-tan-nuevos formatos es un prodigio de sofisticación lingüística colectiva. Frente a la creencia infundada de que sin el rodillo homogeneizador de la norma culta estamos abocados al caos, la riqueza del dialecto tuitero es buena prueba de la eficacia de la autogestión lingüística.
Aproximarse a la lengua de internet con las orejeras de la norma es como adentrarse en la Amazonia podadera en mano con intención de convertir la selva en un parterre. Quienes trabajamos en lengua tenemos la suerte de poder contemplar y estudiar en vivo y en directo uno de los fenómenos lingüísticos más fascinantes de nuestro tiempo. Porque la lingüística no se hace sola. Ahi que acerla.