Las víctimas del terrorismo en España
Prefacio a Las víctimas del terrorismo en España, Ed. Dykinson
“En materia de apoyo a las víctimas –escribieron en junio de 2009 en el diario El país Gustavo Suárez Pertierra y Fernando Reinares-, España ha terminado por convertirse en una referencia mundial”. Las asociaciones de víctimas del terrorismo gozaron asimismo, en particular entre 2004 y 2011, de una visibilidad y de un poder de influencia, social y mediática, sin precedentes. Paradójicamente su mayor fuerza se dio en ese tiempo, cuando se estuvo más alerta frente al terrorismo islamista tras el 11-M y, sobretodo, cuando el terrorismo de ETA se debilitó operativamente como nunca antes. Son unos años en los que, además, la banda separatista sufre un desgaste social desconocido hasta entonces, que terminó siendo decisivo, muy especialmente tras el proceso de diálogo que rompe ETA con los asesinatos de Carlos Palate y Diego Armando Estacio, dos jóvenes inmigrantes ecuatorianos, el 30 de diciembre de 2006. La estrategia policial y de política antiterrorista del Ministerio del Interior, en especial con Alfredo Pérez Rubalcaba, socavó la estructura “militar” de la banda y, a la vez, su caldo de cultivo social. Y, claro está, sin el reconocimiento a las víctimas, esto segundo no hubiera sido posible. La deslegitimación social de ETA fue paralela a la visibilidad de sus víctimas, en una concepción integral de la seguridad que incluyó la humanización del daño causado, la dignificación de las personas que lo padecieron directamente, un daño que no fue ni colateral ni inevitable, dos prejuicios inaceptables de los terroristas. Con todo, diez crímenes más se sucederían entre 2007 y el 20 de octubre de 2011, cuando la banda declara el cese definitivo de su actividad armada. Fernando Trapero y Raúl Centeno, Juan Manuel Piñuel, Luis Conde de la Cruz, Isaías Carrasco, Inaxio Uría, Eduardo Puelles, Carlos Saénz de Tejada, Diego Salvá y en Francia Jean-Serge Nérin, perdieron la vida con los últimos coletazos de ETA. Una agonía que se nos hizo muy larga y dolorosa pese a que se trataba del periodo de nuestra historia contra la banda con más detenciones decisivas y en el que, consecuentemente, ésta cometió el menor número de crímenes. Todo lo que ha sucedido después, desde principios de 2012, y todo lo que está sucediendo, es un proceso de ajuste, a veces contradictorio o poco preciso, también en ocasiones difícil para las víctimas o para algunas de sus asociaciones, a esta realidad feliz del fin de ETA, la banda que pretendió la independencia política y jurídica de una Euskalerria imposible, que incluía además de al actual País vasco y a Navarra, a tres demarcaciones del sudoeste de Francia. No era sólo la segregación o la ruptura de la unidad de España y de Francia lo que estaba en juego con la presencia mortífera de ETA, sino, lo que es más importante sin duda: la aniquilación del pluralismo y de las libertades individuales a partir del nacionalismo étnico uniformador en el que se inspiró ideológicamente. Por eso es tan importante el éxito del fin de ETA, un éxito sin duda compartido. Por el conjunto de la sociedad española, incluida la vasca por supuesto, por los sucesivos gobiernos democráticos desde los tiempos de Adolfo Suárez y Felipe González y, claro, por las víctimas y sus familias.
Con el presidente Rodríguez Zapatero, el trabajo fue ingente, continuado y decidido, desde todos los ámbitos del Gobierno, haciendo oídos sordos a las críticas, tan injustas como contraproducentes, y mirando siempre hacia adelante. Cuando escribo estas líneas, desde la distancia del tiempo transcurrido y la frialdad de mi despacho universitario, pienso en los exitosos resultados contra ETA y contra el terrorismo internacional de esos años y sigo sin comprender las desconfianzas, las falacias y las polémicas y, sobre todo, el uso político partidario, a veces sin límites, que hizo de la cuestión el Partido Popular, entonces en la oposición, un uso que ahora de vez en cuando se les vuelve en contra haciendo realidad la máxima de Santa Teresa: “Se derramarán más lágrimas por las plegarias atendidas que por las no atendidas”. Sólo entiendo la crítica a la lucha antiterrorista, que además debe hacerse con todo el reproche moral, político y jurídico-penal, cuando se hace violentado los derechos humanos, situación que no se produjo en España en ningún caso entre 2004 y 2011. Otra cosa son las víctimas, incluso sus asociaciones, afectadas directamente por la acción terrorista, por la tragedia. Vidas y familias rotas con duelos sin cerrar en muchos casos, pese al paso del tiempo. Nosotros no coincidíamos con algunas de sus reivindicaciones más políticas, sobre estrategia antiterrorista o sobre política penitenciaria, siempre se lo dijimos y, sobretodo, siempre las respetamos y las entendimos aún sin darles la razón de forma paternalista. No es fácil ver salir de la cárcel, aún en cumplimiento estricto de la legalidad constitucional, al asesino de tus seres queridos. La sospecha sobre la sinceridad de su arrepentimiento, en el caso de que se haya producido, o el tiempo de las condenas, casi siempre insuficiente para una víctima, responde a una lógica humana que hay que entender y respetar aunque los criterios que prevalezcan (precisamente por eso) sean los del Estado de Derecho, es decir, los de legalidad y humanidad. “El hombre sin derecho se rebaja al nivel del bruto” escribió Ihering en su gran obra La lucha por el derecho, imprescindible en nuestra cultura política y jurídica. No debe olvidarse que una de las características del Rule of Law es que, por prudencia y para asegurar que nunca se producen excesos, pero también como pedagogía social, se suele proteger particularmente al victimario, y esto puede ser desgarrador para la víctima. Esta filosofía se concreta en la Modernidad, o mejor, con las Revoluciones liberales y la Ilustración, superado el viejo Derecho penal del Ancien Regime, tal y como nos enseñó nuestro Tomás y Valiente, vilmente asesinado por ETA, pero tiene antecedentes antiguos, en Grecia, con Sócrates, o en Roma con Ulpiano, en lo que podríamos identificar como los orígenes de la civilización. Entre las enseñanzas socráticas se encuentra la “doctrina de que es mejor ser víctima de una injusticia que cometerla con los demás”, sobre todo si quien la podría cometer es el Estado. Y entre las de Ulpiano, que “nadie debe ser condenado por sospechas, porque es mejor que se deje impune el delito de un culpable que condenar a un inocente”. Por eso, en caso de duda, prevalecen los criterios de libertad y siempre los humanitarios. También las garantías que evitan tratos inhumanos o degradantes o penas desproporcionadas sin que eso signifique la no persecución del delito o la ausencia de sanción y en la paradoja de que el victimario no tuvo esa consideración hacia su víctima. En el Estado de Derecho, como es sabido aunque no viene mal recordarlo, el castigo, además, es un mal necesario que no sólo implica el reproche hacia una conducta ilícita, sino que busca también reducir el crimen y “reformar” al criminal. Diderot condensó bien esta filosofía que inspira la sanción negativa y particularmente la pena en nuestro modelo constitucional, que es sobretodo un modelo ético y cultural, civilizatorio, cuando escribió: “la justicia se sitúa entre el exceso de clemencia y la crueldad, al igual que las penas consumadas están entre la impunidad y las penas eternas”. En este punto la mirada particular de muchas víctimas y de sus familias ha condicionado comprensiblemente la realidad objetiva del fin del terrorismo de ETA en nuestro país, que es sin duda la mejor noticia desde la Transición a la democracia y el fin del franquismo. Aceptarlo con “deportividad” desde el gobierno y los representantes políticos, mirándolas a los ojos sin engañarlas, o sin decir una cosa y la contraria en función de si se está en la oposición o en el poder, es la mejor opción, la más coherente y la más honrada, sin echar las campanas al vuelo pero con la satisfacción del deber cumplido. Un trabajo de todos, como he dicho, incluidas por supuesto las víctimas pero también muchos nacionalistas, vascos pacíficos y demócratas. Algún día sabremos ver con distancia y con grandeza esta enorme realidad de la que todos debemos estar orgullosos.
Y algunas enseñanzas debemos aprender también. Por ejemplo, la lealtad imprescindible entre demócratas cuando se combate el terrorismo con los instrumentos del Estado de Derecho. No puedo evitar recordar en este sentido el inicuo ataque de algunos durante aquellos años, en particular contra Gregorio Peces-Barba, que viví directamente, y en general contra los gobiernos socialistas de Rodríguez Zapatero y de Patxi López. Todo muy injusto, demasiado injusto, también porque renunciamos, con buen sentido, a defendernos. “Golpeadme, pero escuchad” diríamos con Bentham. Peces-Barba, mi maestro, a cuya memoria dedico este libro, fue un intelectual comprometido y una buena persona. Un hombre de consenso, integrador, con una bonhomía excepcional, defensor siempre del más débil, por tanto también de las víctimas del terrorismo, y debemos pasar página, como él querría sin duda, para no alimentar el rencor entre españoles, ni dar protagonismo a los que le injuriaron y difamaron como estrategia inaceptable contra un gobierno legítimo y un partido, el PSOE, incluido por supuesto el Partido Socialista de Euskadi, que puso muchas víctimas, que trabajó denodadamente para acabar con ETA y que, además, lo consiguió. Las víctimas del terrorismo, de todo terrorismo, también del islamista o yihadista, merecen que las saquemos de una vez por todas del sucio regateo político, de un manoseo tan inmoral como contraproducente. Elías Díaz, uno de nuestros mejores filósofos del Derecho, lo afirmó con rotundidad y lucidez en 1977, hace más de 35 años, para algunos desgraciadamente un grito en el desierto: “Que nadie pretenda ”capitalizar“ a los muertos, utilizándolos en beneficio propio y en contra de la democracia. Honrar a los muertos (…) es algo completamente opuesto a la falta de respeto que supone servirse de los caídos para atacar y agredir al adversario político (…). La discrepancia política, incluso el enfrentamiento ideológico, no debe situarnos en opuestas orillas ante el crimen: las víctimas del terrorismo deben ser por todos lamentadas y veneradas”.
Este libro pretende también rendirles tributo. Limpiamente…Con afecto y consideración.