“Censuramos un desnudo, pero aceptamos cosas más obscenas, como la corrupción”
A pesar de su veteranía, sorprende en Isabel Muñoz (Barcelona, 1951) su indesmayable vitalidad, así como la pasión con la que habla de su trabajo. Ni el Premio Nacional de Fotografía, que recibió en 2016, ni los dos premios World Press, han logrado tampoco despojarla de su natural humildad, que se traduce en un continuo agradecimiento a cuantos la rodean: comisarios, periodistas, público.
Así volvió a ser en la inauguración de su última exposición retrospectiva, La antropología de los sentimientos, que tuvo lugar el pasado viernes en la sala Sa Nostra de Maó (Menorca), dentro del programa de las II Trobades Albert Camus. Allí accedió a hablar para eldiario.es de su rica e inquieta trayectoria, así como de sus obsesiones recurrentes.
Usted ha basado su trabajo en el cuerpo. ¿Percibe esa ola de neopuritanismo de la que tanto se habla?
Por supuesto. Pero cuidado, no solo con el cuerpo, sino en otros muchos campos. Censuramos un desnudo y aceptamos en cambio otras cosas que sí son obscenas: la corrupción, lo que está ocurriendo en Venezuela… Hay todo un movimiento que va en contra del principio de libertad, y que me parece peligroso.
Un ejemplo de ello es la censura que Facebook y otras redes ejercen sobre las imágenes. ¿Sabemos qué problema tienen sus responsables con los pezones?
Es algo que no puedo entender, porque los pezones son nuestra primera fuente de sustento cuando nacemos. Pero como digo, se está generalizando todo esto, no solo con las imágenes, ocurre ya hasta con las palabras. En según qué sitios, no puedes hablar ni del culo. ¿Cómo lo llamamos entonces, parte trasera? No, un culo es un culo. Es absurdo. Cuando creíamos haber logrado vencer todo eso, vamos para atrás, en España y a nivel mundial. Y en el arte se refleja. Empecé a preocuparme con el tema cuando hubo una exposición de Schiele en Inglaterra que fue censurada, pusieron carteles tapando esas partes que creen que es ofensivo mostrar. Dijeron: esto era arte hace cien años, ahora es pornografía. Y eso es también una forma de manipulación de la gente.
Usted trabajó con actores porno para una de sus series. Sin embargo, eran imágenes muy suaves, si me permite la expresión, en la antípoda de la deriva hardcore que está tomando el género…
Sí, quería mostrar ese mundo a través de la belleza. Y fue estupendo conocer a esos actores, descubrir que también tienen su corazón, al menos los que yo he podido conocer. Me sorprendió saber, por ejemplo, que muchos de ellos son pareja. Y puedes llegar a hablar hasta del hardcore, pero con belleza, porque la hay. Son distintos lenguajes que se enfrentan ante una misma realidad. Y muchas veces en arte no es bueno ser demasiado explícito. Es más potente dejar que las cosas se intuyan.
Supongo que ahora, cuando podemos consumir cantidades industriales de porno con solo un clic, el mérito es moverse en esa zona de sugerencia, ¿no?
Claro, y buscar qué es lo que a ti te emociona o te erotiza. A lo mejor es una piel, un trozo de un cuerpo… Hasta la parte brutal que tenemos dentro de nosotros, y puedes contar de muchas maneras.
¿Por qué no hay rostros en esa serie? ¿Teme que un rostro absorba demasiada atención?
Así es, en esta serie es el espectador el que realmente termina la imagen. Si personalizas, determinas demasiado. De la otra forma, tú puedes ser un actor, o poner ese cuerpo en la persona deseada. La puedes hacer tuya. Yo busco esas partes del cuerpo que incluso no sabes muy bien lo que son.
Algo parecido puede decirse de su serie sobre el sadomasoquismo. Se refleja ese mundo, pero de un modo muy poco epatante. ¿Nunca busca la conmoción del espectador?
Para mí ese trabajo fue como una investigación que he seguido. Buscar ese hilo tan fino entre el placer y el dolor. Nada de epatar, ¿qué queremos epatar hoy? Se trata de mostrar, de dar a conocer.
Viendo aquellas imágenes recordaba trabajos afines que ha hecho por ejemplo Alberto García-Alix, pero tan diferentes al suyo…
Total, eso es una de las cosas que me interesa de la fotografía. Cada uno cuenta la misma realidad de una forma distinta…
¿Pero cree que tiene que ver con su relación con la realidad, o con el mensaje o la impresión que se quiere lanzar al espectador?
Primero está el espectador, porque la obra no es en solitario: existe porque existe el otro. Se trata de dar a conocer al espectador realidades que quizá de otro modo no conocerían, como me pasa a mí misma antes de meterme en un tema.
También se ha dedicado a las personas transgénero, que en España han sido objeto de debate, y lo seguirán siendo. ¿Cómo puede la fotografía ayudar a entender el fenómeno?
El tema transgénero y el tema de la injusticia siempre me han importado. Muestro las personas, pero quiero hablar también de sus derechos. Y siempre desde la dignidad, porque todos la tenemos.
Sí, alguna vez le oí decir que la fotografía sacaba a la luz la dignidad de la gente que la había perdido, o se había olvidado de ella…
Fíjate, yo pienso que esa dignidad la tenemos todos. Pero hay momentos en la vida en que cuesta tenerla presente. Y la cámara tiene algo mágico que, aunque estés en uno de esos momentos terribles –como en un trabajo que hice sobre el tráfico de niños en el Sudeste asiático– sale a la luz esa dignidad que todos tenemos. Y me gusta ser testigo de ello. De Velázquez siempre me fascinó precisamente eso, cómo fotografiaba de la misma forma a un bufón o a un enano, que al rey.
Ser mujer: ¿ventaja o inconveniente para esta profesión?
Yo me alegro de ser mujer, aunque hay temas y situaciones donde la mujer no puede entrar. ¡En Japón he tardado 25 años! Pero soy una persona que, quizá por la época donde me ha tocado vivir, no me gusta aceptar el no. Basta que haya un tema donde no me dejen entrar, que me propongo esperar el tiempo que sea necesario hasta que lo consiga. Por otro lado, me considero una privilegiada, porque aunque haya sitios donde me cuesta entrar, he tenido acceso a una complicidad en ciertos países, con ciertas mujeres, que nunca hubieran mirado de esa forma a un hombre. Eso es un privilegio también.
Cuando se ha metido en ambientes peligrosos, ¿ha sido el miedo un elemento más en su trabajo?
He pasado mucho, en El Salvador, en el Tren de la Muerte del Congo… Pero son miedos que no puedes demostrar nunca. Por encima de ese miedo está el saber que tienes que estar en ese sitio, para contar lo que quieres de la forma que quieres.
¿Es tan diferente, en el fondo, trabajar en Egipto, en Turquía o en Japón?
Es una buena cuestión, porque se trata de preguntarnos cómo abordamos al otro, cómo nos acercamos a distintas culturas. A veces hay cosas complicadas de comprender, pero al cabo de los años he descubierto que todos tenemos la misma forma de amar y de sufrir, aunque parezcamos tan distintos. Hay protocolos, no puedes ofender. Pero mi regla es siempre tratar al otro con delicadeza, sea donde sea, como me gustaría a mí. Eso sí es universal.
Es curioso cómo aterriza uno a cualquier lugar con sus prejuicios. Por lo general, tienes más certezas cuando llegas que cuando te marchas…
Sí, la certeza es la del antropólogo inocente [en alusión al libro de Nigel Barley], que llega a la conclusión de que no sabe nada, por mucho que se lo prepare.
¿Qué se ha perdido con el paso del bromuro de plata al digital?
En la vida se pierden cosas y se ganan otras. Y en este tema vivimos un momento mágico, porque se descubren cosas nuevas constantemente. Pero todo lo que se pone en nuestras manos para crear es fascinante, y poder ir de una cosa a otra es un regalo, como lo tomaban en el siglo XIX los grandes pioneros de la fotografía, que no paraban de investigar. Sigo utilizando el platino, desgraciadamente no puedo seguir con la plata, porque hice muchas locuras cuando empezaba y mi cuerpo ya no me lo permite. Pero sí me encanta trabajar con papel de acuarela y lograr que no haya dos copias iguales, en plan artesanal. Y voy del digital al analógico, y al revés. Ahora estoy preparando un nuevo proyecto donde sigo con el platino, quiero oler la química, ver cómo se ondula el papel, ver esa textura…
Y en el debate sobre el selfie, ¿cómo se posiciona? ¿Obsesión por la propia imagen, o democratización de la fotografía?
Veo varias cosas: uno, recibo con gran alegría el hecho de que cada uno tenga su máquina y pueda fotografiar. Voy más allá: incluso va a ser el testigo de lo que está pasando ahora. ¿Cuál es la verdad? Hasta aquellas noticias que no quieres que se sepan, como ocurrió en la Primavera árabe, se pudieron ver gracias a que todo el mundo tenía un móvil. Que la fotografía se socialice me parece genial, pero tiene su parte perversa: me preocupa sobre todo la gente más joven, que debería tener una preparación sobre cómo manejar toda esa documentación.