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Me cuesta entender el fenómeno de la “España vacía”. Será que, en tanto que pirenaico y por lo tanto hijo de esa España montaraz, he crecido y he forjado mi identidad en la melancolía del abandono y de las soledades. Me pertenece. La he escrito como periodista en cientos de artículos y en varios libros y, sobre todo, la he leído durante años en los textos de Enrique Satué, Severino Pallaruelo, Eduardo Martínez de Pisón, Joan Obiols, Violant i Simorra o María Barbal, por citar tan solo a algunos de los autores que mejor han explicado la vida en las montañas pirenaicas.
La “España vacía”, como apuntaba el escritor Alberto Olmos, es un impreciso aserto que se beneficia de su precisa ambigüedad. Es perfecto para estos tiempos postmodernos en los que lo estético tiene más recorrido que lo intelectual, en los que se anhela el sintagma revelador que nos ahorre las explicaciones complejas. Frente a esta brillante ocurrencia siempre tiene que existir una contraparte que azuce el debate digital, pues de eso se trata, de generar militancias que nos posicionen y nos aíslen de la sórdida geografía de los indecisos.
Y ese debate se ha situado entre los que defienden la “España vacía” como una suerte de versión canónica y los que consideran que la “España vaciada” explica mejor la realidad de una parte del país. La primera, observa. La segunda, juzga. Se trata, desde mi punto de vista, de una polémica instalada en la inerte placidez de lo ornamental, pues ambas expresiones han hecho fortuna en los medios de comunicación y en los debates públicos gracias a su fuerza como eslogan, como tropo retórico. Es suficiente el empuje de su sonoridad y la cuota de tendencia que cubre.
Pero como señalan acertadamente Fernando Collantes y Vicente Pinilla, profesor y catedrático respectivamente de historia económica en la Universidad de Zaragoza, “si la expresión 'España vacía' nos parece algo imprecisa (al fin y al cabo, hay miles de conciudadanos viviendo en ella), la expresión ”España vaciada“ nos parece particularmente desafortunada porque transmite una imagen distorsionada, exageradamente politizada, de las causas de la despoblación”.
Considero que hay un evidente prejuicio urbano en esas miradas que, como lamentaba la escritora María Sánchez, autora de 'Tierra de mujeres. Una mirada íntima y familiar al mundo rural', arrastra también una fuerte carga de paternalismo y condescendencia. No puede ser de otro modo. Se habla de esa España vacía o vaciada como si se tratara de un hallazgo, de una epifanía. En cierta medida como lo hicieron los escritores románticos ingleses, franceses y alemanes a finales del siglo XVIII, cuando buscaban, sobre todo, lo exótico y pintoresco. Pero ese país ya estaba ahí, y sus problemas y viejos diagnósticos, también. Muchos defienden que la fortuna del sintagma ha servido para situar nuevamente a la España rural en el centro del debate político. Lo dudo. No hay tal interés ni tampoco creo que haya una voluntad real, simplemente porque no hay capacidad. Hay una tendencia política y, sobre todo, mediática, que, sospecho, pasará como ya ocurrió en el pasado.
Leo con frecuencia artículos de análisis y opinión sobre los males de la España rural, surgidos al calor de este fenómeno, y me suenan a vieja chatarrería que ya fue vendida hace muchos años en otros foros menos solemnes, cuando sólo se hablaba de esa España por lo que computaba en los Fondos de Cohesión de la UE. Ni una sola nueva idea, ni un solo nuevo argumento que explique las cosas, ni una sola contribución que estimule un nuevo escenario que, sospecho, es tan poco edificante como ya lo era hace veinte, treinta y cuarenta años. Salvo algunas excepciones, casi todo es fruslería argumental y pretenciosidad intelectual.
El economista aragonés José Antonio Biescas, ya denunciaba en 1977 en su libro “Introducción a la economía de la región aragonesa” que “el éxodo vertiginoso ha motivado ya un cambio de la estructura demográfica: una jerarquización de las ciudades del interior muy poco favorable, pues Zaragoza es quince veces superior en habitantes a la ciudad de Huesca, que le sigue en importancia”. Biescas concluía que “si se quiere evitar la desertización de Aragón, va a ser necesaria la creación de núcleos intermedios”. Más de cuarenta años después la escena es la misma.
Tengo la sensación que estas nuevas miradas impulsadas por el fenómeno de la España vacía o vaciada no se distancian mucho de las del etnógrafo que hace catas arqueológicas en la memoria popular. Y como advertía Severino Pallaruelo, “las complejas mutaciones que la vida siempre trae mientras existe, se ven sustituidas por la simpleza esquemática y falsa de la uniformidad. Entre el colorido vivo y cambiante de la realidad y los tonos ajados del viejo escenario de un teatro anacrónico, los etnógrafos suelen optar por los segundos”. Es posible que, como ya explicara John Berger en 1979 en 'Puerca tierra', el problema de supervivencia de las sociedades periféricas esté en el capitalismo, cuyo papel histórico es “destruir la historia, cortar todo vinculo con el pasado y orientar todos los esfuerzos y toda la imaginación hacia lo que está a punto de ocurrir”. Ahí debería estar el debate.
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