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La fealdad de los Estados Unidos

Seguidores del presidente de EE.UU., Donald Trump, irrumpen en el Capitolio, sede del Congreso estadounidense, en Washington, el 6 de enero de 2021. EFE/Will Oliver
9 de enero de 2021 22:51 h

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Hubo algo fascinante en las imágenes de la turba de seguidores de Trump asaltando el Capitolio. Como ocurrió el 11 de septiembre de 2001, cuando los aviones se estrellaron contra las torres gemelas de Nueva York, la fuerza visual de ese violento caos resultó tan perturbadora como adictiva. La primera potencia mundial se desmoronaba en directo a ojos de todo el planeta, con el estrépito de una tragedia protagonizada por un personaje decadente y conmovedor. Sin épica, con sordidez. No había sido ese su lugar en el mundo ni la debilidad una región que soliera frecuentar. Quien no ha sido vulnerable suele lucir con menos decoro cuando vienen mal dadas.

La muchedumbre de tipos extravagantes, ridículos, vociferantes y violentos que irrumpió en la sede del Congreso norteamericano le dio aspecto de grotesca farsa a lo que en realidad era un drama. En esas cuatro horas se consumó el final de una época y el inicio de un tiempo que, aunque nos empeñemos en observar con esperanza, se presume lleno de incertidumbres y amenazas. No pudo estar más atinado el reputado profesor de estudios afroamericanos de la Universidad de Princeton, Eddie S. Glaude Jr. cuando en la noche electoral del 3 de noviembre afirmó que Trump era “la manifestación de la fealdad que hay en Estados Unidos”.

Como se ha repetido con insistencia estos días, el tiempo de Trump probablemente haya terminado pero no así el del trumpismo, que puede transformarse en una sustancia política todavía más tóxica y disruptiva. 74 millones de votantes es un capital inmenso con el que se justificarán nuevas tropelías en el futuro. Quienes tomen el relevo del empresario neoyorkino, bajo su segura tutela, buscarán los méritos del pupilo leal, siempre dispuesto a mejorar la obra del maestro para ganar su consideración. Y la obra política de Trump y su legado son la división, la crispación, el enfrentamiento y la normalización del racismo y el supremacismo como parte del lenguaje cotidiano.

Diego E. Barrios, profesor asistente de Literatura Comparada en Saint Xavier University de Chicago, explicaba en un artículo publicado en CTXT que “Trump es la reafirmación de que América es y siempre será una nación blanca, entendiendo lo anterior no como un color o una raza –que también–, sino como una forma de ver(se) dicha nación, junto a un desprecio inherente hacia el mundo exterior”. El presidente de los Estados Unidos sabe que las llamadas a la unidad, que con tanta insistencia y candor repite estos días su sucesor, son precisamente el combustible de su proyecto político, cualquiera que sea la forma que adquiera a partir del día 20 de enero, porque la mitad del país ha comprado su discurso de enfrentamiento. El 59% de sus votantes aprobó el asalto al Capitolio. Más del 80% considera que el principal responsable de esa turba fue Biden. El 70% está convencido de que las elecciones fueron fraudulentas.

El periodista de televisión británica ITV, Robert Moore, que grabó el asalto al Capitolio junto a los seguidores de Trump y tuvo la oportunidad de hablar con decenas de ellos, recordaba al día siguiente “que todos ellos regresaron a sus casas convencidos de que sus ideas conspiranoicas eran incuestionables y que les habían robado las elecciones. El problema va a seguir ahí.”. El escritor Richard Ford resumía este marco mental de manera sencilla a partir de tres componentes que conforman un brebaje explosivo: “uno claro es la ignorancia, otro es la complacencia, otro es el racismo”. Si además se suman unos políticos que no han tenido escrúpulos en mentirles reiteradamente, poniendo en cuestión el mismo sistema democrático para defender sus intereses personales, no es difícil aventurar un futuro lleno de problemas. Porque, en definitiva, esto es lo que ha estado en juego no solo en las últimas semanas sino en los últimos cuatro años. Los intentos de Trump por permanecer en el poder, coqueteando incluso con un autogolpe, han fracasado por la fortaleza de las instituciones norteamericanas. Pero la agresión a la que ha sido sometido el edificio democrático ha sido tan violenta que han quedado expuestas muchas grietas y escapes de agua. La restauración va a ser larga y costosa.

“No hay mejor incentivo para las tiranías que el cinismo de los ciudadanos” exclamaba recientemente el periodista argentino Diego Fonseca en The New York Times; lo que podría degenerar, como alerta el propio Ford, “en una ciudadanía dispuesta y capaz de desmantelar este país creyendo que necesita ser desmantelado o que lo están salvando”. En cierta medida, eso es lo que se escenificó en el Capitolio y lo que, desde hace mucho tiempo, vienen anunciando intelectuales, analistas y muchos políticos; la amenaza real de la democracia ante el empuje de los populismos, los nacionalismos y un fascismo de nueva generación que se ha integrado en esas instituciones democráticas para derribarlas desde dentro. Hay un movimiento de izquierdas en Estados Unidos, intelectualmente más moderno, audaz y capaz que los europeos, que está construyendo un discurso nuevo para enfrentarse a un desafío inmenso. Pero este desafío es global y, como sabemos, no todas las democracias tienen el mismo andamiaje para sostener las embestidas sin recibir daños irreversibles.

Obama cuenta en sus memorias, Una tierra prometida, que en 2008, al principio de su mandato, se encontró en Praga con Vaclav Havel, el dramaturgo que había llegado a ser presidente de la República Checa. Éste le hizo casi al final de la reunión una declaración para cincelar en piedra: “los autócratas de hoy son más sofisticados. Defienden las elecciones al mismo tiempo que desprecian poco a poco las instituciones que hacen que la democracia sea posible”. Es posible que el expresidente norteamericano rescatara con algo de oportunismo este testimonio para reforzar su sentido en el contexto actual, pero ayuda a fijar una cronología más precisa.

En el mismo artículo citado al principio, Diego E. Barros sostiene que quizá el país “comenzó a agrietarse la noche de la victoria de Obama en 2008. Cuando todo parecía posible nadie supo apreciar un ruido que empezó de inmediato”. Eddie S. Glauder Jr rasca más profundo: “es fácil para nosotros poner todo sobre los hombros de Donald Trump… pero esto somos nosotros”. A lo largo de sus memorias el expresidente norteamericano va madurando también la misma certeza a través de pequeñas observaciones y detalles rescatados al vuelo: todo empezó la noche en que ganó sus primeras elecciones.

¿Qué ha pasado desde entonces? El periodista argentino Martín Caparrós defiende que “los viejos dueños de la democracia perdieron el control, e intentaron recuperarlo, pero no lo consiguen porque el mundo que imaginan ya no existe”. Como consecuencia han quedado al descubierto todas las costuras de la democracia americana, modélica según el insistente relato propio divulgado exitosamente durante décadas, pero heredera de Jim Crow y de las desigualdades del capitalismo neoliberal inaugurado con Reagan. El poder del ejemplo de Estados Unidos, lamentaba esta semana la periodista de The Atlantic, Anne Applebaum, será a partir de ahora más tenue de lo que fue antes. “Los llamamientos estadounidenses a la democracia pueden ser rechazados con desprecio: ya no crees en ellos, entonces, ¿por qué deberíamos nosotros?”, señala. Se trata de un discurso realista pero también complaciente con la narrativa tradicional del país, que la inmensa mayoría de americanos se resiste a cuestionar: “Podemos seguir recurriendo permanentemente y de manera deliberada a leyendas y mitos para proteger nuestra inocencia”, denuncia Glaude Jr. Esa costumbre parece menos dolorosa que aceptar que Trump no es el problema sino el síntoma de un país que ya no puede ocultar por más tiempo su verdadera naturaleza.

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