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Vivir con agorafobia: “Tu casa es una cárcel sin barrotes en la que tú misma te privas de la libertad”

Emilia Muñío en su casa junto a uno de sus muñecos

Naiare Rodríguez Pérez

16 de noviembre de 2021 22:32 h

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“Es el fin de todo. Para mí no hay salida en esto. Cuando me nombran esta palabra siento una tristeza inmensa porque son muchos años y es una enfermedad de la que no se habla, en la que no se invierte, no se hace y no te atienden”, confiesa Emilia Muñío Fabra, una zaragozana de 54 años que convive con la agorafobia desde que tenía 20.

Su padre la padecía, pero nunca habían escuchado hablar sobre esto. Ni siquiera le pusieron nombre a esta sensación de amenaza hasta que se la diagnosticaron a ella en 2014 y que se acentuó un año después por una delicada situación familiar. Con 26 años empezó a ir al psiquiatra, a consultas, pero solo recibía medicación y resultados que apuntaban a cuadros de ansiedad o principios de depresión. “Yo siempre lo achacaba a que me había sentado mal un café, a que estaba ovulando… echaba siempre la culpa a algo. Tenía la esperanza de que no fuera nada grave que no tuviera salida”, añade.

Si mañana me dijeran que puedo olvidar esto que tengo, diría sí. Si me permitieran tener una vida un poco más normal, sí. Siempre sí

La agorafobia, según los expertos e investigaciones, corresponde al temor y ansiedad de quedar atrapado en situaciones o lugares en los que no hay una vía de escape fácil o en las que podría no disponerse de ayuda en caso de necesitarla. Cerca del 30% al 50% de las personas con agorafobia también tienen trastorno de angustia. No es miedo a que ocurra algo en la calle o a exponerse a situaciones de vulnerabilidad por posibles enfrentamientos en ella, es miedo a la propia calle, a salir del recinto, de la casa. 

“Estás muerto, pero sobreviviendo. Mi madre tiene alzhéimer y si a mí mañana me dijeran que puedo olvidar esto que tengo, diría sí. Si a mí me permitieran tener una vida un poco más normal, sí. Siempre sí”, revela. Emilia admite que con el paso del tiempo su situación se ha ido agravando y cronificando por lo que una persona agorafóbica puede tener más patologías. Según ella, que también tiene un trastorno alimenticio, la persona que convive con esta fobia se va aislando porque no “tiene que darle nada a nadie ni puede quedar a tomar un café o bajar a dar una vuelta”.

De camino al diagnóstico, Muñío Fabra tenía que seguir yendo al trabajo, del que ahora está jubilada con una incapacidad absoluta. Su ritual consistía en agachar la cabeza y mirar siempre a la misma baldosa sin despegar la mirada de ella hasta llegar a su puesto. En esos momentos siempre quería recordarse que en “algún momento iba a pasar todo”, que iba a poder estar bien y que retomaría su vida de manera normal.  “Aun hoy pienso en cómo, con 54 años, no tengo las narices de salir e irme hasta la calle Delicias (cercana a su domicilio), ir a tomarme un refresco, quedar con una amiga en el bar de la esquina… Quiero, pero mi cabeza me lo impide. Es imposible. Me molesta hasta el ruido”, asegura.

Su día se resume en dormir intermitentemente. Levantarse pronto, acostarse al rato, desayunar con una retahíla de pastillas que le ayudan a frenar sus pensamientos, comer y ver algo en la tablet o televisión. En sus palabras todo es “para que el día sea más corto y se pasen las horas” porque, tal y como cuenta, “solo se cambia de pijama” y se prepara para ver si esa noche es de las “buenas” y solo se levanta una vez. “Hay días que no lo acepto. Ese día es mortal. Me despierto y digo para qué, por qué no me reviento ya. ¿Para qué otro día viendo las cuatro paredes de esta mierda de casa?”, comparte, aunque siempre se responde “por mis hijos, sigo por mis hijos”, que fueron criados por su madre porque “tenía miedo de hacerles daño”.

En su caso, decidió no contárselo a nadie los primeros años llegando a aprender a “convivir con los pensamientos raros”. Muñío confiesa que tapaba todos sus miedos porque no quería que sus hijos pasaran por lo que ella había pasado con su padre cuando era más joven. Tampoco quería decirlo a amigos y familiares. “Intentaba ser lo que no era. Yo he sido siempre la más bailonga, la más alegre de todo el mundo, la que caía bien… Intentaba salir solo para que a lo mejor me dieran la aprobación que yo no me estaba dando”, asegura, pero llegó un día que una psicóloga le recomendó contarlo como vía de enfrentamiento a esa angustia continua que “te deja inmóvil y acobardada”.

“Hay normalidad porque a mí me ven normal. Yo me lo trago, me lo como y cuando mis hijos vienen a verme lo agradezco. Ellos no tienen la varita mágica tampoco. No quiero que me vean ni quiero que me ayuden en esto”, sostiene. Durante muchos años ha buscado un lugar al que ir, en el que la atendieran asiduamente y en la que incluso poder “ingresar” para llegar a “estar bien”, pero, aunque ha acudido a asociaciones, psicólogos y psiquíatras, en su caso, no ha encontrado el freno ni la solución. Incluso ahora no tiene fecha para volver al médico.

Echo de menos el irme a tomar algo con mis amigas, el celebrar un cumpleaños o quedar con mi marido y mis hijos para comer

Según ella, que hay días en los que logra bajar al perro a las siete de la mañana e ir a la farmacia, en una de las terapias en grupo a la que fue y en donde se compartían experiencias, una señora admitió poder hacer vida si llevaba un carro que la acompañara. Otra, en cambio, se sentaba al lado del conductor y podía continuar su marcha en el autobús. También está el caso en el que la persona con agorafobia, si va con alguien, logra sentirse segura y salir a la calle. Eso sí, Emilia reitera que esta enfermedad “puede ser de abandono porque hay gente que se cansa” ya que “no es un miedo racional”, es “difícil de entender” y poco a poco “tu casa pasa a ser una cárcel sin barrotes en la que tú misma te privas de la libertad”, que es de lo que habla si se le pregunta acerca de extrañar.

“Echo de menos el irme a tomar algo con mis amigas, el celebrar un cumpleaños o quedar los lunes con mi marido y mis hijos para comer. Hace años llegué a ir en moto hasta Santander, pero por el camino quise tener un accidente que me devolviera a mi casa del tirón. Imagina cómo me sentía. Echo de menos salir con tranquilidad a cualquier sitio. La libertad e independencia”, admite emocionada.

Uno de los primeros lugares en los que se acentuó este miedo fue en el autobús. Es por esto, por lo que le recomendaron ir subiéndose a ellos e ir aumentando su tiempo de permanencia. A esta terapia personal, que le llevó a tomar la decisión de distanciar a su entorno de su fobia, un día le acompañó su hija, que por entonces tenía catorce años. “Nos subimos en el autobús y no llegué hasta la parada marcada. Cuando bajamos nos echamos a llorar. En ese momento me di cuenta de que no le tocaba pasar esto con su madre. A ella le tenía que haber tocado ir con su madre de compras, llevarla algún sitio… no que viniera a acompañarme para verme llorar porque solo había aguantado tres paradas”, explica.

Se echó la culpa de no haberlo podido hacer, pero su cabeza no le dejaba. Por aquel entonces, aunque estas situaciones eran recurrentes, no le hacían “perder la paciencia” y seguía buscando un lugar en dónde le pudieran atender y ayudar. En cambio, hoy, ha perdido la “esperanza” y siente que no se pierde nada porque “lo que tenía que vivir, ya se ha vivido”. 

En repetidas ocasiones le han preguntado si ha tenido pensamientos suicidas, a lo que ella responde rotundamente que sí. “Es lo normal”, confiesa. También se cuestiona por qué no lo ha hecho ya y ella repite: “por mis hijos”. Cuando le persiguen estas ideas acude a casa de su hermano que está a una calle de la de ella, para estar en el cuarto de su madre y tranquilizarse. Esta situación, en la que no se involucran sus hermanos porque “ya la han vivido antes”, ha dañado la relación con ellos e incluso ha desaparecido la que mantenía con su hermana, con la que ya no se habla.

En España hay seis psicólogos por cada 100.000 habitantes

Ahora España es el tercer país con menos psiquiatras por habitante de Europa, tiene seis psicólogos por cada 100.000 habitantes cuando la media europea se sitúa en 18 y cuenta con 11 casos de suicidio cada día. Según el informe anual del Observatorio del Suicidio en España de la Fundación Española para la Prevención del Suicidio que trabaja con datos del Instituto Nacional de Estadística (INE), en 2020, un total de 3.941 personas decidieron poner fin a sus vidas, siendo un 74% hombres y un 26% mujeres. Corresponde a un suicidio cada dos horas.

Estas cifras, su fobia, su vida y su experiencia hacen que Emilia tenga claro su mensaje, el cual se centra en la visibilización de las enfermedades mentales, en la inversión en ellas, en la existencia de psiquiátricos públicos a los que poder acceder económicamente, en el aumento del número de médicos y en el recorte de las listas de espera “horrorosas” que hacen que muchas personas no lleguen a ser tratadas a tiempo. “La enfermedad del futuro es la cabeza, así que hay que atenderla”, concluye.

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