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Historia triste de una evasión (y IV)

Antonio Cavanillas / Antonio Cavanillas

Fernando VII. A través del embajador ruso Tattischeff, el mismo que nos vendió los barcos podridos que tendrían que haber zarpado en ayuda de nuestras colonias americanas y que nunca salieron de Cádiz, malbarató, regaló o hizo la vista gorda con más de doscientas pinturas que enriquecieron las colecciones inglesas y el Ermitage, verdadero punto de referencia de la pintura española robada en el mundo. La Venus del Espejo, el incomparable óleo de Velázquez que ha motivado estos artículos, fue sacado de Madrid por Buchanan, el marchante inglés nombrado más atrás, un bucanero auténtico, con el visto bueno del rey felón.

Manuel López Cepero. Este ilustre canónigo liberal reunió, nadie sabe cómo, 850 cuadros de buenas firmas. 60 los subastó en París y el resto los vendió en Madrid, pero la mayoría se desperdigó por medio mundo.

La Colección Aguado. Alejandro Aguado, hijo de los condes de Montelirios, sobrino de Gonzalo O'Farril, que fuera ministro del rey José, siguió a su tío tras la derrota gala y se estableció en París nada menos que como ayudante del mariscal Soult. En el destierro se dedicó a los negocios con una seguridad, una sangre fría y un imán para el oro netamente hebreo, haciéndose inmensamente rico. Se codeaba con los Rothschild y llegó a poseer más de 70 millones de francos oro. En su lujoso palacio de la rue Grange-Batelière daba fiestas a cuyo lado las de la alta burguesía francesa eran guateques. Parte de su fortuna se debió sin duda a la subasta de más de 395 pinturas que sacó de España sobornando a políticos y aduaneros. La Dama del abanico o la Muerte de Séneca, ambas de Velázquez, son sólo una muestra de lo perdido para siempre por nuestro patrimonio.

Godoy. El Príncipe de la Paz subastó su colección de 297 óleos españoles durante su exilio parisino. Eran cuadros la mayoría robados con la técnica de Soult, aún no patentada.

El Marqués de la Remisa. Don Gaspar de Remisa, enriquecido con los suministros al ejército, prestamista real al lado de Aguado, se convirtió en una de las mayores fortunas del siglo. El catalán -era de Sant Hipolit de Voltregá- ganó tanto dinero con la desamortización que no sabía qué hacer con él. Parte lo invirtió en arte comprando colecciones cuyos dueños se habían arruinado y multiplicó por cien el capital al subastar en Londres y en París sus cuatrocientos cuadros. Poseía joyas de Juan de Juanes, Murillo, Ribera, Morales, Zurbarán, Alonso Cano y Goya.

Isabel II. En este aspecto continuadora de su padre, la infeliz ?desde el punto de vista marital- reina regalaba Murillos y Goyas a destajo para recompensar o pedir favores. Decoró su palacio parisino de La Malmaison con óleos de las mejores firmas españolas. Cada vez que precisaba numerario subastaba a porrillo Zurbaranes, Goyas y Velázquez.

El Marqués de Salamanca. Don José Salamanca, gaditano con la sal de su tierra y aspecto de lord, poseía mayor imán para el dinero que el mismísimo Aguado y mucho más gracejo. Igual que un alquimista, todo lo que tocaba lo convertía en oro: hábiles jugadas de bolsa, el negocio de los ferrocarriles, el ensanche de Madrid, el monopolio de la sal? Comprando a buenos precios colecciones (Madrazo, Altamira, Albarrán o la colección Mengs) se hizo con 200 buenos cuadros la mayoría españoles. A diferencia de los demás citados, Salamanca amaba sus pinturas. Se cuenta que, empobrecido al final por algunas inversiones fallidas y sus enormes gastos, cuando se iba a rematar en la sala Victoire su Apolo desollando a Marcias, de Ribera, retiró el cuadro. Otro tanto hizo, en medio del escándalo de los compradores que llenaban la sala, cuando se pujaba por el Retrato de Don Manuel García, de Francisco de Goya y Lucientes.

¿Quedaba algo por vender y malbaratar? Quedaba. El nefasto siglo XIX se cerraba con la venta de una gran casa hispana que había llegado a la consunción por despilfarro. Don Mariano Téllez Girón y Beaufort, duodécimo duque de Osuna, había derrochado su fortuna tan estúpida, ofensiva y escandalosamente, sobre todo en su gestión diplomática en San Petersburgo, que la venta de su colección pictórica se imponía. Como de costumbre, las deudas de una disipación imbécil se habían de pagar con la exportación fraudulenta de pintura española. 336 cuadros, entre ellos 96 extranjeros, se subastaron en Madrid en mayo de 1892. La sala estaba abarrotada de marchantes foráneos. Afortunadamente se encontraban también coleccionistas españoles como Lázaro Galdiano, los duques de Tovar y Montellano, el marqués de Cerralbo y el conde de Romanotes que se hicieron con buena parte de las pinturas. Con todo, 26 importantes Goyas cruzaron los Pirineos y se instalaron en el extraordinario museo londinense de Trafalgar Square.

Y esta es la resumida historia de un triste éxodo. De vez en cuando el Estado hace el loable esfuerzo de recuperar -a precio de oro- alguna obra de arte. Me temo que otras, como la Venus del Espejo, no retornarán jamás a la tierra que las vio nacer, entre otras cosas porque no habría dinero para pagarlas.

Artículos anteriores de esta serie:

Historia triste de una evasión

Historia triste de una evasión (II)

Historia triste de una evasión (III)

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