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IA: ¿Amenaza u oportunidad?
Si algo mueve a las civilizaciones es el poder, y parte de ese poder se ejerce con dinero. A partir de esta hipótesis, y teniendo en cuenta las reglas del siglo XXI basadas en las innovaciones tecnológicas existentes y las que están por venir, la inteligencia artificial (IA) ha emergido como una herramienta que transforma estas dinámicas, especialmente en la relación entre el control de la información y el ejercicio del dominio, revolucionando la economía global, la ética e incluso la sostenibilidad de las democracias modernas. Es fundamental considerar que el uso y disfrute de la IA en la generación y manipulación de datos ofrece un acceso sin precedentes a información personal y social, lo que otorga una capacidad extraordinaria para influir en la opinión pública y moldear narrativas, dando lugar a lo que se denomina posverdad. Así, los hechos objetivos y la verdad tienen menos influencia en la formación de la opinión pública que las emociones y las creencias personales. En este contexto, resulta esencial analizar si la falta de conciencia puede socavar los principios democráticos y concentrar el poder en pocas manos.
Fabricar o distorsionar información de manera eficiente merma la capacidad de la ciudadanía para discernir qué es cierto y qué no lo es, asumiendo que las nuevas tecnologías no tienen alma ni necesidad de ser veraces, solo de ofrecer respuestas coherentes basadas en los aprendizajes previos. Por esa razón, el desafío ético radica en que las herramientas de IA, aunque potentes, no comprenden el bien o el mal; simplemente operan en función de los datos con los que han sido entrenadas. Esto significa que la responsabilidad de su uso recae por completo en las personas que las desarrollan y utilizan. Este razonamiento ha calado en la Unión Europea, que ha incorporado un esquema de regulación sobre su uso y desarrollo, centrándose tanto en los fines como en los medios, a través de la protección de los derechos de las personas y la prevención de abusos del poder. Sin embargo, este enfoque también enfrenta obstáculos significativos, sobre todo derivados de los avances registrados en otras partes del mundo, como en China y en los Estados Unidos de América.
El futuro (más bien, el presente) depende de la implementación y uso de la IA en materia de productividad, que no es otra cosa que hacer lo mismo o más en menos tiempo, minimizando la corrección de errores a la hora de automatizar procedimientos o simplemente ofreciendo más y mejores bienes y servicios a menor coste. Aquí es donde se está transformando la naturaleza del trabajo humano, con la oportunidad o amenaza que eso conlleva, siendo particularmente visible en áreas donde los sistemas tecnológicos han desplazado la toma de decisiones humanas.
Desde el Archipiélago, aunque a veces parezca más un escenario de ciencia ficción que la realidad que nos rodea, debemos abordar esta situación con preocupación. El ritmo de implementación de las tecnologías de la información en relación con el resto del territorio nacional es alarmante; en este campo, como en otros, nos hemos posicionado muy por debajo de la media, alimentando no solo la brecha económica y social, sino también la tecnológica. Esto refleja importantes diferencias regionales, situando a Canarias en una posición relativamente rezagada frente a otras comunidades autónomas, donde las empresas radicadas en el Archipiélago muestran un menor uso de tecnologías como la inteligencia artificial y la analítica de datos en comparación con las regiones más avanzadas tecnológicamente, lo que evidencia un menor nivel de digitalización, representando un desafío para las Islas en términos de competitividad dentro del conjunto del Estado. A partir de aquí, la preocupación debe ser máxima, ya que los entornos geográficamente aislados deben compensar su lejanía con conectividad, y aquí tampoco estamos manteniendo un ritmo adecuado. Así que, o nos ponemos las pilas, o evolucionamos a empujones.
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