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Decía hace pocas semanas el CIS que el principal problema percibido por la ciudadanía española era la migración. Sin embargo, cuando se les preguntaba cómo les afectaba personalmente, dicha 'preocupación' bajaba muchos escalones en ese ranking. Sin duda, es la prueba más palpable de que el discurso de odio, lleno de bulos, consigue anidar en nuestra sociedad de forma peligrosa, sin que a veces sepamos cómo frenarlo.
Los discursos falsos y xenófobos saben aprovechar las debilidades de nuestras sociedades para, como un cáncer metastásico, agarrarse a esas grietas y medrar. Aprovechan el desconocimiento entre vecinos para inocular la desconfianza y el enfrentamiento. Y es ahí donde el trabajo social comunitario tiene mucho que decir y puede actuar de forma eficaz.
Soy trabajador social de una localidad rural de la Manchuela llamada Villamalea, donde un 27% de la población es de origen extranjero y donde conviven desde hace décadas unas 32 nacionalidades distintas. ¡Qué decir de la variedad de sensibilidades, puntos de vista y creencias! Una diversidad que es una riqueza, pero que, si no se cuida, puede convertirse en un riesgo.
Una de las cosas que me llamaron la atención en las múltiples entrevistas diarias con la población de la localidad fue el desconocimiento entre algunas culturas, a pesar de convivir intensamente, a veces desde la guardería. Me sorprendió cómo dos mujeres musulmanas me comentaban que nunca habían visitado la iglesia del pueblo, a pesar de haber tenido ganas de hacerlo, pero verbalizaban que ¡les había dado miedo!
Al mismo tiempo, muchos villamalenses ignoraban que en el pueblo había una mezquita y, mucho menos, qué se hacía allí. Es algo que me asombró y que trasladé a mi equipo de servicios sociales para comenzar a trabajar esta situación.
Lo tuvimos fácil. Gracias al amplio conocimiento de la población acerca de nuestro trabajo diario, nos fue sencillo contactar con personas clave con las que trabajar algún tipo de actividad. Así lo hicimos con Javi Cano, el cura del pueblo, y con el imán Abderramán Louizi y su hija Zakiya, quienes desde la primera reunión conectaron en lo personal y con la idea propuesta. Se unieron a prepararla con mucho entusiasmo.
¿Qué idea? Pues juntos acordamos preparar unas jornadas de puertas abiertas de la iglesia y la mezquita, para explicar de forma amena qué se hacía en cada uno de estos espacios que representan a las dos religiones más mayoritarias en la localidad.
Lo anunciamos por redes, con el boca a boca y con carteles, cruzando los dedos. ¿Tendríamos respuesta?
Llegado el día 23 de noviembre, unas 80 personas se agruparon en el sitio de quedada: la fuente de la plaza. Eran vecinos y vecinas de Villamalea: católicos, musulmanes, ortodoxos, ateos. Pasamos a la iglesia, donde Javi, el cura, acompañado de Zakiya, una joven villamalense musulmana con su hiyab, lo flanqueaba en el altar. Era curioso ver cómo se mezclaban en los bancos vecinos de toda la vida que nunca se habían encontrado en un espacio como este. Javi realizó un resumen de las cosas que se ven en la iglesia y las razones litúrgicas de las mismas. Mujeres musulmanas levantaban la mano para resolver dudas.
Desde allí, en una especie de procesión multicolor, nos dirigimos a la mezquita. Algunos vecinos veían por primera vez dónde se encontraba. Todo el mundo se descalzó, pasó y se sentó, bien en la alfombra o en las sillas del fondo.
De nuevo, Zakiya, con Javi el cura al lado, realizó una explicación sobre el islam, los elementos de la mezquita y sus razones. Esta vez fueron las personas ajenas al islam las que preguntaron, y mucho. No solo Zakiya respondía: parte de la comunidad musulmana presente —marroquíes, argelinos, senegaleses, guineanos, pakistaníes— complementó las respuestas.
Cuando ya estábamos finalizando, Abderramán, el imán, indicó que era la hora del rezo e invitó a las personas presentes a presenciarlo. La gente lo hizo en un respetuoso silencio.
El buen rollo imperaba entre toda la gente que había participado en la actividad, y como ejemplo me quedo con las palabras de Quiteria, que durante décadas fue la bibliotecaria de Villamalea. Emocionada, se dirigió a todos los presentes y espetó: “Con las cosas que tenemos en común, ¿por qué a nivel mundial nos hemos enfrentado tanto?”.
Este era precisamente el objetivo principal de esta actividad de trabajo social comunitario: conocernos. ¡Qué gran antídoto! ¡Qué gran arma contra el odio!
Esta es una de las grandes tareas que hemos de realizar desde el trabajo social: propiciar espacios y sinergias para que, desde la diversidad y el respeto mutuo, las distintas comunidades que comparten espacios físicos se conozcan y se reconozcan. De esta manera, mediante la palabra, la pregunta y la resolución de dudas sin intermediarios, los vecinos de nuestros pueblos y barrios descubran que la diversidad de nuestra sociedad actual no es un “basurero multicultural”, como alguna gente extremista lo llama, sino un espacio de riqueza y aprendizaje que hay que potenciar. Así podremos buscar objetivos comunes que beneficien a todos y todas. Objetivos que desprenden un poderoso antídoto contra los bulos, el odio, la xenofobia y el racismo.
A modo de epílogo de este relato, creo que no podemos quedarnos en una mera actividad. Hemos prendido la mecha y ahora hay que aprovechar esta ola para que surjan iniciativas desde la propia comunidad que alimenten estos espacios de encuentro. Sirven muchas cosas: el cineclub, los clubes de lectura, las fiestas, las actividades deportivas, musicales y, como en este caso, la religiosidad.
¡No tengamos miedo! El trabajo social comunitario vale la pena.
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