El racismo institucional existe aquí y ahora. Es un racismo no declarado explícitamente, encubierto, ejercido directamente por el Estado y sus instituciones pero de forma velada. Es un racismo tramposo y, por tanto, cobarde, que se ejerce a través de prácticas que discriminan y inferiorizan los ciudadanos dependiendo de su origen étnico o color de piel, pero que intentan esconder su esencia discriminadora con otros supuestos objetivos y finalidades, habitualmente apelando al orden y a la seguridad.
Racismo institucional es no cumplir los mandatos que obligan a los jueces y a los fiscales a reforzar el derecho a la tutela judicial efectiva cuando un ciudadano denuncia haber sufrido algún tipo de agresión por parte de un agente de la autoridad. La experiencia nos demuestra que el estamento judicial actúa opuestamente a este mandato, aplicando la mal llamada presunción de veracidad ante las versiones policiales. Y otra no declarada, pero muy vigente, presunción de culpabilidad ante las víctimas que suelen verse acusadas por los agentes de acuerdo con atestados infestados de mentiras y confeccionados para encubrir precisamente la actuación policial irregular, lo que posibilita los abusos de autoridad y el ejercicio ilegítimo de violencia, que son también racismo institucional.
Recientemente, sin embargo, se ha dado una noticia extraordinaria. Un agente de la Guardia Urbana de Barcelona ha sido condenado por un delito de lesiones a un año de prisión por agredir gratuitamente a un vecino bengalí de nuestra ciudad. La sentencia establece como hechos probados que la patrulla lo detuvo cerca de la parada de metro de Liceu, le pidieron la documentación y como no la llevaba encima lo trasladaron a comisaría, siendo allí donde el agente le propinó un puñetazo que le rompió la mandíbula. El autor de la agresión intentó encubrir la acción ocultando la intervención policial, no registrándose al libro de entrada de la comisaría y estableciendo en su hoja de actividades que estaba patrullando por el Parque de la Ciutadella en el momento en que las cámaras de comisaría y el GPS del vehículo policial establecen que se encontraba en comisaría con la víctima.
En este caso la agresión no ha quedado impune porque ha habido una asociación junto a la víctima. Incluso la sentencia reconoce la labor de la acusación particular y su determinación. Sin la presencia de SOS Racismo el procedimiento judicial nunca hubiera sido reabierto (evidentemente se archivó en un primer momento). No se hubiera llevado a cabo una instrucción exhaustiva, ya que fue la acusación particular quien instó repetidamente a practicar una investigación detallada de los hechos, pese a la oposición frontal de la juez de instrucción que llegó a acusar a la víctima y a su abogado -yo mismo- de denunciar por algún motivo de extranjería.
Ahora bien, aunque la resolución reconoce el deplorable acto perpetrado por el agente y establece que no hay hipótesis alternativa razonable que explique cómo puede ser que alguien entre en comisaría sano y minutos después se encuentre en el hospital con la boca partida (la defensa del agente volvió a intentar sembrar la duda de que desde SOS Racismo manipulamos a la gente para que se parta la cara y después denuncie a la policía), la sentencia queda lejos de configurarse como un acto completo de resarcimiento de la víctima.
No reconoce que la agresión supuso también un atentado contra la integridad moral de la víctima, ni que la conducta se vió agravada por el hecho de que su autor se primara la condición de funcionario público para cometer los hechos, ni que lo hiciera por motivos racistas. La resolución establece que no se puede pretender definir toda agresión contra un extranjero como un acto racista, obviando la evidencia: el policía sabe que para ser precisamente la víctima extranjera la actuación policial tendrá una justificación más sencilla, la capacidad de la víctima para a denunciar se verá mermada y que los tribunales tenderán a creer la versión de un agente de policía que la de un extranjero sin papeles. Y en esta inferiorización de la víctima es donde reside el racismo. La falta de agravantes ha permitido imponer una condena no superior a dos años, lo que conllevará una más que probable suspensión de condena.
De racismo institucional desgraciadamente tenemos ejemplos muy cercanos. Dirijan sus miradas hacia los internos de los CIE, hacia sus vecinos parados por la policía por el simple hecho de no ser blancos, hacia los vendedores ambulantes agredidos y criminalizados y, en definitiva, hacia todas aquellas víctimas de abuso policial en las que las están archivadas las denuncias y que deben enfrentar atestados policiales llenos de mentiras que sólo en contadas ocasiones quedan al descubierto.