Barcelona-Cambrils: La caída del mito del lobo solitario
No estamos solos en el luto; pero tampoco en el problema. Hace ya muchos años que el terrorismo actúa en el mundo sin objetivo nominal, esparciendo el desastre de forma indiscriminada. He sido invitada a participar en un programa de la televisión Al Jazeera para hablar sobre lo ocurrido en Barcelona y al término del mismo, un amigo periodista de la misma cadena me ha suplicado que le ayudara: tenía a su hija de vacaciones en Barcelona y han pasado horas hasta que finalmente la han localizado, sana y salva. Una noche pegada al teléfono de atención a las víctimas. Puede ocurrir a cualquiera, sin distinción de etnia o nacionalidad, en cualquier sitio.
Cada nuevo atentado es siempre el antecedente del próximo. No hace falta que haya una amenaza para convivir con la evidencia de que solo es una cuestión de tiempo.
Niza, Manchester, Londres, Berlín, Estocolmo… En los últimos meses diversas capitales europeas han sufrido ataques terroristas perpetrados con vehículos lanzados indiscriminadamente contra peatones por conductores que tenían como nexo en común su determinación para causar el máximo número de víctimas posible y también su conexión con otras personas que les han ayudado.
El mito del llamado lobo solitario ha hecho mucho daño en el necesario trabajo del diagnóstico sobre lo que nos ocurre: el terrorismo prácticamente siempre tiene un plan; trabaja en una estructura en la que participan diversas personas que confluyen, subvencionan, justifican y alimentan la comunicación del grupo en un cometido terrible.
El hecho de aceptar que el terrorismo es la mayoría de las veces una dinámica colectiva es el primer paso para poder establecer una lucha lógica. La supuesta individualidad del terrorista alimenta una épica falsa: casi nadie hace esto solo.
Paralelamente a esta cadena de atentados, los servicios de seguridad han ido trenzando coincidencias y repeticiones; un trabajo matemático que sin duda ha salvado vidas.
Se dice bien poco, pero los cuerpos de seguridad han evitado muchas tragedias, algo que únicamente se recuerda justo cuando ocurre alguna catástrofe. Pero justamente en ese conocimiento, ellos mismos son los primeros que entienden que la vigilancia extrema y el control total nunca podrán evitar de todo el riesgo.
Las fuerzas de seguridad europeas manejan miles de fichas de personas susceptibles de convertirse en sospechosas, especialmente por su actividad aparente u oculta en las redes sociales. Solo Scotland Yard tiene una base con más de 23.000 posibles perfiles.
España también ha hecho un esfuerzo y ha reformado el Código Penal aumentando las penas e introduciendo los delitos de financiación terrorista, adoctrinamiento y el desplazamiento a territorios extranjeros controlados por grupos radicales para recibir adiestramiento.
Es evidente que no toda la gente que se lanza a escribir locuras en el ámbito de internet es realmente capaz de cruzar la línea de la acción salvaje y este es el momento delicado y difícil en la investigación: el que hace que una persona, normalmente bastante joven y presuntamente con la vida por delante decide imbricarse en un plan de muerte.
La incógnita individual de cómo alguien decide convertirse en un terrorista es de resolución psicológica, pero no puede olvidarse nunca que ese sujeto nace en un contexto y en ese sentido, nuestras sociedades no deben inhibirse de la acción policial, pero tampoco y nunca de la acción política.
Europa debe decidirse de una vez a desarrollar una política exterior propia: No estamos ante iniciativas de lobos ni locos; estamos ante una guerra ideológica.
La prevención total en este territorio seguirá siendo una utopia por mucho tiempo pero la Unión Europea no debe quedarse mecida por la ruleta rusa de la indeterminación de pensar cual será el próximo escenario de un ataque. Hay acciones que hay que considerar sin demora en el desarrollo de la acción política y social: la primera y muy importante; es asumir la consciencia de que las comunidades musulmanas son parte de nuestra sociedad y que ellas mismas son víctimas. Hay que intensificar la relación con estos colectivos en una tarea fundamental, que es la de aislar a aquellos que dañan en primer lugar a su propio entorno: no hay que olvidar que la mayoría de los terroristas provienen en buena parte de los ambientes de la delincuencia.
En segundo lugar y de una vez por todas es imprescindible presionar a los países que apoyan la radicalidad y con los que paradójicamente Occidente renueva sus votos de buena relación ocurra lo que ocurra. Una presión que debe ir acompañada de un diseño político de apoyo a los movimientos moderados del mundo árabe, que siempre se han sentido desamparados frente al inmenso apoyo económico que han recibido los yihadistas, que actúan totalmente en contra de los preceptos del islam. El Estado Islámico que se atribuye los últimos atentados en Europa ni es estado ni es islámico.
La estrategia política y militar, finalmente no puede dejar escorada la gran evidencia de la solidaridad y el sentido común que surgen en medio de la tragedia en Cataluña.
Las condolencias y la expresiones de unión son rituales necesarios en las sociedades en los momentos de dolor. Seguimos siendo una sociedad resiliente con fuerza de cohesión y con ímpetu de cariño. Pero tenemos un problema. Y tras esa cortina de necesarios abrazos e indignaciones es imperativo reconocer la auténtica naturaleza de esta guerra.
No, no estamos solos en esta pena; ni tampoco en el miedo ; porque el terrorismo es uno de los desafíos capitales del siglo XXI y no es un reto estrictamente militar, sino ideológico además. Es esta una guerra clara en la que el mundo musulmán, víctima de la misma amenaza, necesita encontrar un aliado en Occidente.
Ante los atentados en Barcelona o en cualquier parte del mundo queda la evidencia de que a pesar del dolor, la humanidad persiste: gracias a aquellos que con su trabajo anónimo y jugándose su propia vida han evitado otras desgracias; gracias también a aquellos que se olvidaron del vértigo de la imagen y las redes y que guardaron su móvil en las Ramblas, olvidando tranquilizar a sus familiares, para dedicarse a sostener las manos y el último estertor de aquellos que iban a morir.