Oda al domingo
A la hora de llamar la atención sobre la variabilidad de los ritmos de la ciudad, es un gusto deleitarse en el aire de los domingos. Un día en el que la vida urbana se frena con suavidad, tomando aliento de cara a la nueva semana que a la mañana siguiente dará comienzo.
Debido al cierre de los comercios, en domingo la ciudad abandona los hábitos de consumo para abrirse al disfrute más distendido, nos invita a experimentarla de una manera más laxa llamándonos a descubrir posibilidades ocultas por el ajetreo del resto de la semana. Las calles se liberan entonces de un buen puñado de coches, el paso de las personas se hace más relajado y, de haber buen tiempo, las mayores aglomeraciones de gente las encontraremos al sol en los parques. En la excepcionalidad del domingo, la ciudad se vuelve más lógica.
El domingo nos permite quedarnos en casa en pijama con el mismo placer con que nos invita a salir a la calle en chándal a pasear por pasear, dirigiéndonos un poco a boleo hacia una parte de la ciudad que no habíamos visitado antes, por la que nuestro día a día habitual no transcurre. El domingo se presta a la evasión.
… Y también al protocolo. Pero sin apuros ni ansiedades, por favor. Porque hasta el que no la ejerce debe sentir admiración hacia aquella lozana costumbre de ‘vestirse de domingo’, que empieza con la excusa del tener que ir a misa y acaba sirviendo para presumir de niños guapos y padres felices. Ahora se me viene a la cabeza, hablando antes de tiendas cerradas, que el único establecimiento abierto en domingo al que le encontraba sentido en mi infancia era la terraza del bar desde la que mis padres, charlando con una pareja de amigos y tomando una cerveza, me echaban un ojo mientras yo corría por el parque, precisamente porque era domingo.
El domingo es un día en el que el pautado urbano se hace más flexible, regalándonos escenas como la del padre que enseña a su hijo a montar en bici en el aparcamiento vacío de un supermercado, la de la pandilla de adolescentes que saltan la valla del colegio porque por una vez tienen la pista del patio entera para ellos solos o la del grupo de personas que encuentra en un descampado lleno de matojos y malas hierbas el lugar ideal para preparar una barbacoa y tender una red de volley en la que entretenerse mientras se hace la carne. También pertenecen a este imaginario del domingo las romerías de moteros que atraviesas las carreteras nacionales menos transitadas sólo por disfrutar de sus suaves curvas y la muy valenciana cita semanal en los alrededores de la Plaza Redonda para el intercambio de cromos y sellos. El álbum bajo el brazo, el mazo de las repetidas en la mano y en el bolsillo el papel donde uno lleva la lista de las estampas que le faltan.
Por otro lado, el verdadero amante de los domingos no se dejará engañar por aquellos que intentan sustraerle de la esencia del día ‘del Señor’. Esperando el autobús en una parada vacía, un domingo cualquiera, encontrará una marquesina que le anuncia: ‘Los domingos con amigos, pero en el Centro Comercial’. Y el dominguero, avispado, responderá a esa invitación con una sonrisa sobrada con la que expresará un ‘ya os vale’, para luego tomar el bus hacia un nuevo barrio por descubrir, sin dejar que le den nunca gato por liebre.
Y es que, esta figura del dominguero auténtico, aquel que práctica con emoción la libertad del domingo y no con la obligación del que en verano va a la playa cada fin de semana porque no sabe qué otra cosa hacer, más que con una costumbre tiene que ver con una actitud: aquella caracterizada por la voluntad de usar el espacio urbano más intensamente y de gozar la ciudad en profundidad.
Así pues, ciudadanos: ¡Viva el domingueo, caiga o no caiga en domingo!