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Por qué hay alimentos que no te gustan y cómo conseguir que te gusten

sabores que no nos gustan

Darío Pescador

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El chocolate con leche es el más popular en el mundo y representa aproximadamente la mitad de las ventas, mientras que el chocolate negro se queda en un tercio, y el resto es chocolate blanco y otras variantes con un 10%. ¿Qué nos dicen estas cifras? Entre otras cosas, que a dos de cada tres humanos les gusta lo dulce más que lo amargo.

Muchos niños montan dramas cuando tienen que comerse las espinacas o el brócoli, pero no suelen protestar si se les ponen helados o chucherías delante. Aunque esta situación evoluciona con la edad, también es aplicable a muchos adultos. 

Hay una explicación. A lo largo de nuestra evolución, la naturaleza nos ofrecía muy pocos alimentos dulces: fruta madura cuando el clima y las estaciones lo permitían, y miel si había suerte. Encontrar estas fuentes de energía era una lotería y un festín, porque todas esas calorías se podían almacenar en forma de grasa para sobrevivir al invierno.

Por el contrario, la mayor parte de las sustancias tóxicas en la naturaleza son amargas, así que desde pequeños tenemos una aversión natural a estos sabores. Los sabores muy ácidos también son propios de la comida podrida y, hasta cierto punto, tendemos a evitarlos.

Pero nuestro comportamiento es mucho más que nuestras respuestas más primarias, o al menos, debería serlo. A medida que maduramos aprendemos a apreciar y disfrutar los sabores amargos como la cerveza y el café, y los sabores ácidos como el yogur o el chucrut. Esta capacidad para adaptarnos y que nos gusten los alimentos que no nos gustaban la conservamos durante toda la vida. Así que si crees que no puedes beber el café sin endulzarlo, o arrugas la nariz antes unas coles de Bruselas, todavía hay tiempo para aprender.

Cómo detectamos los sabores

El doctor en neurociencia Iván de Araujo lleva años investigando lo que ocurre en nuestro cerebro cuando nos ponemos comida en la boca y ha publicado un estudio esclarecedor en el que explica por qué hay alimentos que nos gustan y otros que no. También explica por qué corremos el riesgo de comer demasiado de ciertos alimentos. 

La primera interacción con la comida ocurre en nuestra lengua. Las papilas gustativas envían la señal al cerebro de que el alimento es dulce, salado, ácido, amargo, y también si se da el quinto sabor, umami. La explicación habitual es que el sabor dulce produce sensaciones placenteras de recompensa en el cerebro y los sabores amargos, reacciones de aversión

Pero lo que Araujo y otros investigadores han encontrado es que el sabor detectado en la lengua es solo una parte del cuento. En un experimento con ratones se les administró una solución con azúcar directamente al estómago, sin pasar por la boca. Se observó que seguían asociando la recompensa a esta solución, a pesar de que no habían podido degustarla.

La explicación a este fenómeno está en unas neuronas especializadas descubiertas recientemente que comunican el intestino con el cerebro y le informan del valor nutritivo de la comida. Algo parecido se ha comprobado con humanos. A unos estudiantes se les dio a elegir entre unas tostadas de sabor amargo, pero poniéndoles queso crema por encima, en un grupo, y el mismo queso crema desnatado en otro. A pesar de las tostadas amargas, y de que el sabor del queso era el mismo, los estudiantes preferían el queso con más calorías

Cómo aprender a comer lo que no nos gusta

Si hiciéramos caso a la evolución, nunca tomaríamos café, ni cerveza ni espinacas. ¿Cómo nos hacemos a tolerar estos sabores naturalmente aversivos? Pues comiendo. La exposición repetida a un sabor que no nos agrada termina por hacerlo aceptable e incluso deseable. Un experimento con niños de hasta 6 años ha comprobado que la exposición al sabor que rechazaban (en este caso daikon, un tipo de nabo, y remolacha hervida) dos veces por semana durante 3-6 meses es suficiente para hacerles cambiar de opinión.

También se han hecho experimentos con adultos, y el mecanismo de exposición no cambia: cuando más comen algo, más les gusta. Además, influye la forma gradual de exponerse a un sabor. Por ejemplo, se ha comprobado que al añadir un poco de azúcar al zumo de pomelo, que es amargo, hizo que después los participantes toleraran e incluso disfrutaran del zumo amargo sin azúcar. Otros estímulos como las pequeñas recompensas también funcionan con adultos

Aquí es donde entra el tercer componente para que algo nos guste más o menos: la interpretación que nuestro cerebro hace del alimento. Podemos tener sabores asociados a buenas o malas sensaciones y experiencias desde nuestra infancia. Se ha visto que la comida que toman las madres durante la lactancia también influye en los gustos del bebé: si las madres toman zumo de zanahoria, los bebés tienen después gusto por la zanahoria.

Como adultos, decidimos que tenemos que comer más ensalada o brócoli porque interpretamos que es más saludable, o porque en nuestro entorno está mejor visto, porque es tradición familiar o porque lo toma nuestra pareja. También nos influyen otros factores, como el aspecto de la comida, e incluso el precio: nos gusta más lo que creemos que es más caro. Todos estos factores se imponen al simple gusto o valor nutritivo de la comida, y son los que nos permiten cambiar de opinión sobre algo que nos gusta.  

Nuestro cerebro es plástico y se adapta a cualquier edad. Si hay algo que no te gusta, la respuesta tradicional es válida: es porque no lo has probado lo suficiente.

* Darío Pescador es editor y director de la revista Quo y autor del libro Tu mejor yo publicado por Oberon.

¿En qué se basa todo esto?

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