Pasen y vean: el Halloween de los payasos más siniestros del cine
Los recientes estrenos de It: Capítulo 2 y de Joker han devuelto al arquetipo del payaso y el miedo que nos causa en el centro del debate cultural actual. Un miedo que ha cruzado las fronteras de lo real en el caso de Joker y sus estrenos en cines custodiados con vigilantes armados. La viralidad de Internet ha hecho el resto. No sabemos si el bufón asesino ha llegado para quedarse, pero sin duda forma parte del crisol de imágenes que conforman los sueños y los miedos de nuestro presente.
Por supuesto, unos cuantos autores de ficción han trabajado sobre estos temores. Quizá, entre otros motivos, porque la figura del payaso conecta con el mundo infantil y sus fobias superadas o por superar.
Y el cine, que nació con un pie y medio en la barraca de feria, en el espectáculo de variedades en contacto con lo circense, no podía dejar pasar la oportunidad de llevarla a terrenos inquietantes desde mucho antes que Halloween se convirtiese en una fiesta global. Al fin y al cabo, ese Joker que nació para enfrentarse a Batman en el muy lejano año 1940, tuvo su precedente en una obra filmada en los últimos tiempos del cine mudo.
Los orígenes del principal antagonista del Hombre Murciélago fueron explicados de manera moderadamente diferente por las personas implicadas. En todas ellas tenía alguna importancia, mayor o menor, la estética del protagonista de El hombre que ríe (1928), adaptación cinematográfica de la novela homónima de Victor Hugo.
En ese filme, dirigido por el alemán Paul Leni (El legado tenebroso, 1927), el protagonista era víctima de una red que traficaba con niños y los deformaba quirúrgicamente para que apareciesen en espectáculos de fenómenos. El niño se hacía mayor, siempre con una sonrisa grotesca grabada en su cara deformada.
Otras películas de la era muda y de los inicios del cine sonoro incorporaban a otros payasos trágicos. En Ríe, payaso, ríe (1928), por ejemplo, el personaje principal resulta inquietante sin necesidad de cometer crímenes: era un bufón adulto que amaba románticamente a su hija adoptiva. Más propuestas llevaban al terreno de lo siniestro unos espacios y personajes asociados al circo o a las barracas de feria: un malvado hipnotizador en Svengali (1931), un museo de cera repleto de cadáveres recubiertos de parafina en Los crímenes del museo (1933)...
La parada de los monstruos (1932), una película sobre personas exhibidas como espectáculos de feria, invertía los términos y nos recordaba que los humanos considerados como normales también podían encarnar el arquetipo malvado en este tipo de narrativas. Aún así, varios títulos habían fijado que el circo y el freak show podían usarse como lugares donde las amenazas teóricamente falsas, e incluso las figuras más benéficas, te podían atacar.
El Joker seguiría apareciendo constantemente en la pulpa del papel de cómic, e incluso en la televisión, pero todavía faltaban años para que Stephen King llevase a cabo una de sus mayores aportaciones al imaginario popular: Pennywise, un payaso que convierte en reales los miedos que sus víctimas pretenden ocultar.
Pennywise cambió el juego
La publicación en 1986 de la novela It, y su correspondiente adaptación televisiva, contribuyó decisivamente a fijar este arquetipo en el imaginario pop. La miniserie estuvo marcada por las limitaciones materiales propias de la televisión de la época, pero aún así resultó interesante por su mezcla de terror y de componentes grotescos harmonizables con el humor negro.
Durante un lapso relativamente breve de tiempo, el que se sitúa entre la publicación de It (15 de septiembre de 1986) y el estreno televisivo de su primera adaptación audiovisual (18 de noviembre de 1990), gracias al personaje de Pennywise, el arquetipo del payaso malvado vivió una cierta gloria. Más aún porque Tim Burton, uno de los exponentes más populares de elaboración de un pop con ecos infantiles y guiños a lo tenebroso y lo siniestro, llevó al Joker a la gran pantalla con su Batman (1989). Eso sí: la encarnación de Jack Nicholson, era un personaje menos desatadamente tétrico que sus continuadores.
El payaso malvado quizá no era una moda en sí misma en los años 80, pero sí un elemento aprovechable para incrustar en otras tendencias del momento. Payasos asesinos del espacio exterior (1988), una comedia de terror y ciencia ficción, parecía seguir el camino de It en su villanización del bufón y en su mirada al pasado estadounidense.
Esto último se abordaba bajo el prisma referencial de propuestas como Invasores de Marte (1986) o El terror no tiene forma (1988), remakes directos de títulos pertenecientes a la edad de oro de la ciencia ficción anglosajona. En el caso de Payasos asesinos del espacio exterior, el tono indeterminado entre la nostalgia y la parodia era especialmente acusado, pero lo más inquietante era el grotesquísimo aspecto de los antagonistas.
La década de los ochenta fue la edad de oro del cine terrorífico de cuchillada y asesinatos seriados protagonizados por todo tipo de villanos. No podían faltar slashers como Blood harvest (1987), un terror rural de saldo que trataba los deshaucios de granjeros a manos de los bancos e incorporaba en su reparto a un cantante encarnando a un payaso demente... pero no asesino, aunque el material promocional del filme pareciese prometer lo contrario.
Mucho más perturbadora resultó Clownhouse (1989), sobre todo por motivos extracinematográficos. La película trataba de unos niños perseguidos por tres payasos fugados de un psiquiátrico. Su director, Victor Salva -futuro realizador de la trilogía Jeepers Creepers (2001)-, fue condenado a prisión tras descubrirse que abusó sexualmente de uno de los protagonistas.
Risas siniestras del siglo XXI
Las apariciones virales de payasos siniestros han consolidado esta figura como un icono de la cultura pop. Un icono que, al menos de momento, parece alejado de la centralidad del muerto viviente como monstruo recurrente de nuestro siglo. A diferencia del zombi, frecuentemente integrado en narraciones con aspiraciones metafóricas desde que el realizador George A. Romero incorporó comentarios políticos en sus obras - como la iniciática La noche de los muertos vivientes (1968) o la más autoconsciente Zombi (1978)-, el payaso malvado suele apelar solo a la estética enrarecida y a la transgresión brutal de la inocencia y los espacios seguros del mundo infantil.
Por supuesto, hay excepciones a esta norma. El músico y cineasta Rob Zombie ha incluido payasos criminales en buena parte de su filmografía, formada por pasajes del terror que, además de ser viajes narrativos viscerales, tienen algo -o bastante- de bombas fétidas de malestar contra la cultura de la que forma parte su autor. Una cultura fascinada por el freak show, cuya violencia llega al extremo de convertir a auténticos asesinos seriales en figuras pop.
En el primer largometraje de Zombie, La casa de los 1.000 cadáveres (2003) aparecía un payaso siniestro cuyos colores podían recordar a los empleados por el violador y asesino John Wayne Gacy en sus apariciones como Pogo el Payaso. En su reciente Three from hell (2019), Zombie trabajó de manera evidente -y contradictoria- esta fascinación y repulsión por el homicida mediático, justo en un momento en que Tarantino volvía a llevar al cine los crímenes del grupo sectario liderado por Charles Manson.
El cine de Rob Zombie ha ido cayendo en los márgenes del cine de terror. La financiación mediante crowdfunding de su penúltima película, 31 (2016) -también, sí, con payasos asesinos-, evidencia su dificultad de acceder a las estructuras productivas de la industria.
Y esta dificultad puede sugerirnos que Joker y Pennywise son fenómenos comerciales poco replicables, al menos en la escala deseada por los grandes estudios cinematográficos. Es muy fácil encontrar películas sobre payasos asesinos realizadas en las últimas décadas: podemos señalar Amusement: el juego del mal (2009), Clown (2014), La víspera de Halloween (2013), Terrifier (2016) y muchos otros títulos que no resultarán demasiado conocidos. La inmensa mayoría de ellos solo llega al nicho del público especializado en un cine de terror algo extremo.
Quizá el payaso malvado se mantiene en los márgenes, con dos ilustres excepciones, porque su estética y su ética -esa mezcla incómodo de mundo infantil y horror- resulta demasiado perturbadora. O quizá porque podemos vivir tiempos de un audiovisual hecho para complacer a freaks perennemente adolescentes, como puede simbolizar el parque de atracciones de Zombieland (2009) y su diálogo posible con la Zombi romeriana, pero el payaso remite a infancia que sentimos demasiado lejana.
O quizá solo se necesitan más proyectos que limen algunas aristas, como ha sucedido con las películas de muñecos asesinos -véase el éxito de Annabelle (2014), perteneciente a universo fílmico de sustos pasteurizados iniciado con Expediente Warren (2013). ¿Supondrán los éxitos comerciales de Joker y del reciente díptico It una expansión del limitado espacio audiovisual del payaso malvado? De momento, acaba de emerger un nuevo intento firmado por Patrick Lussier -San Valentín sangriento 3-D (2009)-, Trick. Y también se ha difundido el documental Wrinkles the Clown, que indaga en un fenómeno de Internet: el extraño caso de un tétrico payaso que se habría ofrecido para asustar a niños rebeldes a cambio de dinero. Oferta suficiente para pasar un Halloween rodeado de siniestras risas.