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La supervivencia entre los dedos de 'la peladora de gambas'

Sus dedos son capaces de soportar quince horas desnudando gambas/Fotografía: Miguel Núñez

Juan De Sola

Tánger (Marruecos) —

Sus dedos son capaces de soportar quince horas desnudando gambas. Lleva desde los once años y, ahora, con dieciocho recién cumplidos no valora otra salida que seguir adelante con esta situación, dominada por la injusticia. Estamos ante uno de esos anónimos casos al que le ponemos cara, mirada, voz y, aprovechando la inercia, humanizamos a 'la peladora de gambas'.

Opera en el puerto de Tánger. Está obligada a sumar entre cinco y seis kilos diarios para cumplir con lo encomendado y, de no ser así, deberá permanecer en su puesto de trabajo hasta aproximarse a la cantidad establecida por los responsables de la cadena de producción.

Difícilmente logra ver el sol. Duerme de tarde y el resto del día es para trabajar. Traspasa la puerta de su fábrica, cuando el resto de los mortales comienzan a conciliar el sueño. Son las dos de la madrugada y los dedos de Noura comienzan a desmenuzar gambas.

El frío en el hábitat laboral se hace notar con malicia porque la materia prima procede de grandes congeladores a decenas de grados bajo cero. Cada kilo recolectado, se traduce en 12 dirhams (cerca de 1 euro) para cada obrera, quien a final de mes logra reunir alrededor de 1100 dh (110 euros). En el caso de Noura, la humilde remuneración es entregada a su familia para abordar la mensualidad, apoyada en una economía de supervivencia.

Una y otra vez, repite en árabe con acento del norte la palabra cansancio y, en su rostro, resulta fácil adivinar el alto grado de agotamiento, después de quince horas sin tregua. Son las siete de la tarde (hora local) y nos sentimos incómodos porque en nuestras mentes pasea el concepto del abuso: “habitualmente, a esta hora, ella ya duerme”.

Confiesa que no será la última ocasión en la que se acueste sin cenar, por que su estómago está más cansado que apetente. De repente, como una auténtica enamorada de la sinceridad, espeta: “me siento como una esclava”. Ni la traducción fue capaz de rebajar la contudencia y el incalculable peso de la frase. Por un instante, se hizo el silencio en la tarde tangerina. Por segundos, nadie reacciona intentando asumir tal golpe propinado a la conciencia. Sólo con las miradas fue suficiente.

Pasada la media hora, la atmósfera de aquella habitación, habilitada de forma improvisada en una sala de entrevistas, lloraba sin cesar. El testimonio asestaba bofetadas, de forma incisiva, a la mentalidad de los acomodados europeos allí presentes. Durante la conversación la otra parte del cerebro se formulaba preguntas como: “¿dónde están las fuerzas sindicales?, ¿por qué nadie actúa con decisión?”.

Mientras, Noura sigue reviviendo su propia historia. Mantiene la mirada con la máxima dulzura, a pesar de la aspereza de sus palabras. Pese a que transmite la sensación de haber hecho esto en múltiples ocasiones, con regularidad, busca la mirada cómplice de su amiga que la acompaña para recuperar la seguridad en sí misma.

Finalmente, sale a relucir el modelo de vida de la mujer que comienza a 14 kilómetros de aquí. Noura se limita a ser categórica: “sólo con una cuarta parte sería feliz y tendría claro mi fufuro”. Esto convierte a la mujer europea en un ejemplo utópico inalcanzable en el presente pero, para esta madurez encarnada en un cuerpo de 18 años, “mañana puede ser otro día”.

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