Marta, Ana, Leire y Aitziber son cuatro mujeres que han estado en primera línea frente a la COVID-19, cada una desde su puesto de trabajo. Las cuatro trabajan en hospitales o centros sociosanitarios vascos y han visto cómo su carga de trabajo iba aumentando con la llegada de la pandemia, en un sector sumamente feminizado. Con motivo del 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer, elDiario.es/Euskadi ha querido conocer de primera mano cómo han vivido ellas la crisis del coronavirus y cómo les ha afectado a nivel personal y profesional.
Marta Macho es médica en el Hospital de Arrasate-Mondragón, Guipuzkoa, un hospital comarcal sin camas de UCI. Desde la llegada de los primeros casos del virus, la carga asistencial ha sido notoria en su hospital, sobre todo en urgencias y en la planta de hospitalización. Un periodo que, según señala, han vivido con incertidumbre, falta de coordinación y ausencia de comunicación por parte de las direcciones.
“El ritmo de trabajo ha fluctuado. Se añaden tareas y consideraciones nuevas. Los pacientes que llegan al quirófano de urgencias vienen más tarde, lo que aumenta la gravedad del proceso. A demás, se ha intentado disminuir las listas de espera aumentando el trabajo, por un lado y por otro lado, recurriendo a la autoconcertación, enriqueciendo, una vez más, a los estamentos médicos mientras se sigue presionando a los otros estamentos más precarizados”, explica a este periódico.
Macho es consciente de la brecha 'estamental', como ella la define, que existe en la sanidad. “En el servicio médico en el que trabajo la proporción es del 50%. Sin embargo, en otros servicios médicos del hospital la mayoría son hombres. En el caso de enfermería y auxiliares de enfermería la proporción de mujeres es mucho mayor y qué decir de la limpieza que es un servicio 100% feminizado”.
“La brecha que observamos en sanidad es una brecha clara de clase, maquillada parcialmente tras el acceso a la universidad de la clase trabajadora en los 80 -actualmente sólo el 10% de la clase trabajadora puede acceder-. Esa brecha de clase se acompaña de una brecha de género en comparación con los otros estamentos. Los cargos de jefaturas de servicios médicos son, además, ocupados en su mayoría por varones. Cargos que son de confianza para mantener el status quo, de modo que se les permite gestionar compras y elegir personal a contratar, saltándose los procedimientos de las listas de contratación de los otros estamentos, y tomar decisiones que van más allá de la organización del personal de su servicio”, lamenta.
Ana Sastre lleva 25 años en el sector y desde el año 2000 trabaja en la residencia Txara II de Donostia. Es un edificio público de la Diputación de Gipuzkoa pero su gestión está externalizada. Allí, la COVID-19 se ha llevado por delante a seis mayores y una docena de profesionales han contraído el Sars-Cov-2. “Todas somos mujeres. Si entrara un chico, tendría las mismas condiciones. Pero el sector sí que está muy precarizado por estar feminizado. Estamos a años luz de las condiciones laborales de lo público”, denuncia.
En su residencia cobran 1.200 euros mensuales y trabajan festivos y fines de semana. Siente que “las condiciones no han cambiado demasiado” en dos décadas. Cree que, sobre todo, falta personal para atender adecuadamente a los mayores. “Tenemos 15 minutos para tocar la puerta, darle los buenos días, llevarle a la ducha, lavarle, secarle, afeitarle si es hombre y vestirle. Y ahora además vamos con un EPI y concentradas en el protocolo”, explica.
“Y la pandemia nos ha afectado al 500%. Si antes estábamos en precario, ahora mucho más. Ha aumentado la carga de trabajo y con el mismo personal. Está habiendo problemas para encontrar gente que quiera venir. En el brote estuvimos varias de baja y no había posibilidad de cubrirlas. Quiero pensar que la pandemia ha sensibilizado a la sociedad con la importancia de las residencias”, confía.
Leire Presa fue una de las cocineras del Hospital Psquiátrico Aita Menni de Arrasate-Mondragón durante los primeros meses de la pandemia y el confinamiento total. Trabajaba cada día -incluyendo festivos y fines de semana- en turnos de 8 horas y se encargaba de dar de desayunar, comer y cenar -según su turno- a un total de 300 personas entre personal y pacientes. “Lo que más me gusta es ver que la gente come bien, que está contenta. Para los pacientes nuestra comida es de las mejores cosas que les pasan a lo largo del día, son felices comiendo y, sin nosotras cocinando su vida no sería la misma”, asegura Leire, quien lamentablemente no considera que su sector se valore más a raíz de la crisis del coronavirus. El de Aita Menni fue uno de los hospitales que también ha sufrido brotes de COVID-19 entre sus trabajadoras, habiendo más de 30 contagios el pasado noviembre.
Por último, Aitziber Zalbide es fisioterapeuta en el hospital de Gorliz. Lleva cerca de 18 años trabajando en Osakidetza, pero no fue hasta 2011 cuando consiguió una plaza fija en el hospital. El hospital de Gorliz vivió su peor situación a finales del pasado octubre, cuando a raíz de un gran brote se contagiaron 50 profesionales y 20 pacientes, de una plantilla de 350. Entre los positivos, también se encontraba Aitziber: “El ritmo del hospital siempre ha sido alto, pero se ha acentuado con la pandemia. Cada 5 auxiliares atienden a 30 pacientes en 45 minutos. Los pacientes están muy bien atendidos pero es por nuestra profesionalidad, no porque desde Osakidetza hayan puesto más medidas o mejores condiciones”, apunta.
Para esta trabajadora y sus compañeras, una de las situaciones más traumáticas que han vivido ha sido el haber sido testigo de la entrada y salida de los coches funerarios en el hospital: “Ver de repente 5 coches de la funeraria en un día saliendo del hospital nos afectó mucho, es muy duro. Veías en los informes que había altas en el hospital, pero tú sabías que era porque habían fallecido”, lamenta Zalbide, que destaca que a raíz de la pandemia el centro, que acostumbraba a ser un hospital de media a larga estancia, se ha convertido prácticamente en una residencia.
Esta fisioterapeuta es consciente de que en Osakidetza no existe oficialmente una brecha laboral, pero sí que existen actitudes que reflejan esta brecha de forma extraoficial: “Las mujeres somos quienes nos reducimos las jornadas para centrarnos en los cuidados. Dejas de hacer cursos, no te preparas más y no puedes acceder a puestos de más rango por cuidar de tus hijos o de tus mayores. Así que en la práctica, sí que existe ese techo de cristal”, confirma.
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