Dáesh y el terrorismo yihadista un año después de la muerte de Al Bagdadi
El desmantelamiento definitivo, en marzo de 2019, del pseudocalifato instaurado por Dáesh en junio de 2014 y la eliminación de su líder, Abu Bakr al Baghdadi, hace este lunes un año hizo pensar equivocadamente a algunos que la amenaza del terrorismo yihadista llegaba a su fin. Otros, igualmente desencaminados, aún opinan que el terrorismo sigue siendo la principal amenaza en nuestros días, calificándola incluso de existencial, una categoría en la que solo caben la proliferación de armas nucleares y la crisis climática.
El asesinato del profesor francés Samuel Paty, el pasado 16 de octubre, ha vuelto a impactar las conciencias ciudadanas en toda Europa y ha demostrado la amenaza letal de quienes siguen las directrices de Al Qaeda y Dáesh. También los atentados registrados en el cantón suizo de Vaud, el pasado 12 de septiembre, y el de la antigua sede de la revista satírica Charlie Hebdo, el 25 del mismo mes, son muestras inequívocas tanto de que la amenaza se mantiene, como de su mayor dificultad para llevar a cabo macroatentados. Los últimos en suelo europeo occidental fueron en Barcelona y Cambrils, en agosto de 2017.
Además, Europol confirma que en 2019 se detectaron 21 preparativos para cometer atentados, aunque solo tres llegaron finalmente a materializarse y se detuvo a un total de 1.004 personas implicadas en ellos. En 2018, se detectaron 33 preparativos, se materializaron 10 atentados y se detuvo a 1.219 personas.
En España se han realizado 14 operaciones antiterroristas en lo que llevamos de año (frente a las 52 de 2017), incluyendo la desarrollada en Melilla y en Las Palmas de Gran Canarias el pasado día 14, con un saldo total de 25 personas detenidas (76 en 2017).
Más de 180 atentados en septiembre
La situación es claramente peor en otros escenarios. Baste recordar que, según los datos aportados por el Observatorio Internacional de Estudios sobre el Terrorismo, tan solo en el mes de septiembre se han registrado 182 ataques terroristas en una veintena de países, con un saldo total de 698 víctimas mortales, encabezados por Afganistán y el Sahel africano, seguidos de Irak y Siria. Y, como ya ocurrió tras la eliminación de Osama bin Laden en 2011 y Al Baghdadi, la muerte del líder de Al Qaeda para el Magreb Islámico (AQMI), Abdelmalek Droukdel, el pasado 3 de junio, no ha supuesto en ningún caso la pérdida de su capacidad operativa, con Abu Obeida Youssef Al-Annabi ahora al frente.
Precisamente en el Sahel es dónde con más crudeza se percibe la creciente amenaza yihadista, representada por el Grupo de Apoyo al Islam y a los Musulmanes (Jama'at Nasr al-Islam wal Muslimin, o JNIM), liderado desde su creación en 2017 por Iyad Ag Ghali. En su seno se integran Ansar Dine (creado en 2012 por el propio Ag Ghali), la katiba Macina (creada en 2015 por Amadou Koufa) y AQMI. Por otro, Dáesh ha logrado también consolidarse en la región con su propia franquicia, Estado Islámico del Gran Sahara, liderada por un antiguo miembro del Frente Polisario y líder en su día de Muyao, Adnan abu Walid al Saharaoui, muy activa en la confluencia de las fronteras entre Malí, Burkina Faso y Níger, y con vínculos reconocidos con el grupo nigeriano Wilayat al Sudan al Gharbi (escisión del antiguo Boko Haram nigeriano y ligada a Dáesh).
Para hacer frente a esa amenaza -con unos efectivos totales estimados en más de 6.000 combatientes, que también se enfrentan entre ellos en pugna por el liderazgo del yihadismo regional- prácticamente lo único que se ha hecho es repetir el fracasado esfuerzo militarista de Afganistán o Irak. En la región confluyen hoy los alrededor de 15.000 efectivos de MINUSMA, la Misión Multidimensional Integrada de Estabilización de las Naciones Unidas en Malí, con los 5.000 de la G5 Sahel, creada en 2017 con aportaciones de Burkina Faso, Chad, Mauritania, Malí y Níger. A ellas hay que añadir las inoperantes fuerzas armadas de los países ubicados en la región, acusadas con frecuencia de cometer masacres y violaciones de derechos humanos, sin olvidar los programas militares impulsados por Estados Unidos y, más aún, por Francia (la operación Barkhane, con unos 5.000 efectivos junto a los que aportan otros países europeos y africanos, ha sido ampliada desde este pasado verano por la operación Takouba), junto a los de la Unión Europea (EUTM Malí, EUCAP Sahel o EUCAP Níger). Y nada de eso ha impedido que en 2019 se contabilizaran allí más de 4.000 víctimas mortales, una cifra cinco veces superior a la de 2016.
En definitiva, unos resultados que vuelven a mostrar el fracaso de una respuesta eminentemente securitaria. Mientras, los yihadistas intensifican sus ataques en Somalia, en su intento de torpedear las inminentes elecciones, en Mozambique, que ya lleva más de 2.000 muertos desde 2017, y ahora en Tanzania, con más de veinte muertos en Kitaya, en un ataque el pasado día 14.
Si a eso se añade que el 99% de todos los atentados se registran en países en conflicto armado, en los que se producen torturas sistemáticas, detenciones arbitrarias y ejecuciones extrajudiciales, parece elemental entender que el fin de la amenaza no vendrá nunca por vía militar. De ahí que la principal asignatura pendiente siga siendo apostar por la promoción del Estado derecho y la atención preferente a los problemas sociales, políticos y económicos que están en la base de la radicalización yihadista que a opciones militares. ¿Hasta cuándo?
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