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Una decena de jóvenes saudíes se enfrenta a la pena de muerte a pesar de las reformas anunciadas por la monarquía

En la imagen, el príncipe heredero del reino Saudí, Mohamed bin Salmán. EFE/Andy Rain/Archivo

Ruth Michaelson

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Las fuerzas de seguridad saudíes arrestaron a Mohammed Al Faraj a las puertas de una bolera cuando tenía 15 años. El adolescente, originario de Qatif, provincia de mayoría chií en el este del país, fue separado de sus compañeros y trasladado a una prisión para adultos en la ciudad de Dammam. Allí, detenido, fue privado de contacto alguno con el exterior.

Cuando las autoridades permitieron que su familia le visitara, en octubre de 2017, Al Faraj afirmó que había sido golpeado, que le habían dado patadas, que le habían mantenido en posiciones de estrés durante horas y mantenido días enteros en aislamiento. Los activistas denuncian que Al Faraj fue torturado para que confesara tres delitos relacionados con las protestas en la turbulenta provincia de Qatif. Le acusaron de acoger a una persona perseguida por el Gobierno, de asistir al funeral de un pariente en 2012 y de enviar mensajes de WhatsApp que podrían afectar a la seguridad pública. Esos cargos conllevan la pena de muerte.

Catriona Harris, portavoz de Retrieve, una organización de Derechos Humanos, explica que “cuando [Al Faraj] cometió el primero de esos supuestos delitos, la asistencia a un funeral en 2012, tenía nueve años”. “Es la edad más temprana que consta en nuestros registros para una acusación de este tipo”.

En abril de este año, Arabia Saudí anunció que suspendería las condenas a muerte para menores y que abandonaría con el castigo por flagelación. El presidente de la Comisión de Derechos Humanos de Arabia Saudí, Awwad Al-Awwad, citó un decreto real que suspende la pena de muerte para aquellos delitos en los que el acusado fuera menor edad en el momento de su comisión. “En su lugar, el individuo recibirá una sentencia de prisión de no más de 10 años en un centro de detención de menores”, señaló. “El decreto nos ayuda a establecer un código penal más moderno”, añadió, subrayando también que se trataba de “un día importante para Arabia Saudí”.

A finales de octubre, el mismo Comité de Derechos Humanos volvió a insistir en que se habían abolido las ejecuciones de menores y que los fiscales saudíes ya no pedían la pena de muerte para los delitos cometidos por menores. “Confiamos en que los fiscales saudíes respetarán plenamente la ley saudí”.

“Hay una enorme brecha entre lo que dicen y lo que hacen”

Los activistas dicen que, pese a las reformas prometidas, en el corredor de la muerte hay varios jóvenes en riesgo de ser ejecutados. Cuatro han sido condenados a muerte, un quinto también ha sido condenado pero ha recurrido la condena y ocho más se enfrentan a acusaciones que pueden ser castigadas con la pena máxima. En agosto, el Comité de Derechos Humanos anunció que la Fiscalía revisaría las sentencias de tres detenidos de alto perfil, Ali al-Nimr, Dawood al-Marhoon y Abdullah al-Zaher.

Las organizaciones de derechos humanos temen que los cuatro en el corredor de la muerte puedan ser ejecutados en cualquier momento y que los ocho acusados reciban la misma pena. Los fiscales no han aprovechado las oportunidades que han tenido para evitar la ejecución de Al Faraj y el resto de los acusados: a finales de octubre, durante una vista ante el juez, no se pidió ninguna modificación de condenas ni hubo cambios en las penas solicitadas por los abogados. Al Faraj no se sentó ante el juez. Mientras no se fije una nueva fecha para el juicio, su vida sigue en peligro.

Los activistas denuncian que hay una disparidad manifiesta entre lo que implica el decreto real de abril y la realidad a la que se enfrentan Al Faraj y los demás acusados. “Hay una enorme brecha entre lo que dicen y lo que hacen”, dice Harris en referencia a los poderes públicos. “Las reformas para abolir el uso de la flagelación como castigo se aprobaron al mismo tiempo. Una semana después de la publicación del decreto, el Ministerio de Justicia publicó regulaciones de implementación y una cricular judicial para dirigir las reformas”. Respecto a las penas de muerte de jóvenes no se han tomado tales acciones. La embajada saudí en Londres no ha respondido tras ser contactada por The Guardian.

Parte del problema, dice Harris, se deriva de los términos en los que se redactó en 2018 una ley sobre delitos juveniles que estipula que los menores deben ser condenados a un máximo de 10 años de prisión en todos los casos en que de otra manera podrían ser condenados a muerte, excepto cuando la pena de muerte es obligatoria según la sharia. El decreto de abril también eximía a las sentencias de muerte impuestas por la sharia.

Los acusados, originarios de la región de Qatif, de mayoría chií, incluidos aquellos condenados por delitos cometidos cuando eran menores, como Al Faraj, han recibido con frecuencia sentencias de muerte impuestas por la sharia. En Qatif se han repetido los disturbios una y otra vez desde 2011. Los habitantes de esa región denuncian una discriminación contra la minoría chií de Arabia Saudí. El estado responde con redadas y detenciones policiales. Las tensiones se exacerbaron aún más con las ejecuciones de conocidos activistas chiíes de Qatif, especialmente la decapitación del jeque Nimr al Nimr en enero de 2016, que recibió numerosas críticas.

El príncipe heredero de Arabia Saudí, Mohammed bin Salmán dijo en una entrevista con la revista Time en 2018 que las ejecuciones se reducirían “a lo grande”. Un año después, las ejecuciones alcanzaron su cifra máxima: 184 personas, incluidos seis menores y una ejecución masiva de 37 personas, la mayoría hombres chiíes condenados por terrorismo a partir de confesiones extraídas mediante tortura. Amnistía Internacional acusó al reino de utilizar la pena de muerte “como arma política contra los disidentes”.

Al Faraj y al menos otras nueve personas siguen corriendo el riesgo de ser ejecutadas. “Hay una diferencia clara entre lo que dicen estas supuestas reformas y lo que sucede sobre el terreno en estos casos. Lo que sucede con Mohammed Al Faraj simboliza esa brecha”, dice Harris. “No tenemos que juzgar a Arabia Saudita por lo que dice, sino por lo que hace”.

Traducido por Alberto Arce

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